Fuerza Mayor: animales terriblemente humanos

Del mismo modo que, con demasiada frecuencia, nos vemos obligados a afrontar los retos del mundo postmoderno con recursos emocionales adaptados al pleistoceno, también limitamos voluntariamente nuestra libertad individual acogiéndonos a fórmulas notoriamente caducas bajo el pretexto de que nos las impone la sociedad, por miedo a que se nos excluya del grupo. En un mundo obsesionado con la seguridad y el confort, con demasiada frecuencia camuflamos nuestras negligencias tras el disfraz de causas de Fuerza Mayor. Quizás el verdadero reto de ser humanos consista entonces en superar la vergüenza que nos produce reconocer que somos insignificantes porque nos da pánico dejar de serlo.

Fuerza Mayor

Se alza el telón. En el centro de la escena contemplamos a cuatro individuos, un hombre, una mujer y dos niños. El que aparezcan solamente los cuatro nos lleva inmediatamente a deducir que existe entre ellos algún tipo de vínculo familiar. No obstante, si no fuese por parecido físico y el alto índice de complicidad demostrado por los niños, del que se infiere claramente que son hermanos, la ausencia de muestras de afecto entre los supuestos progenitores bien nos podría llevar a pensar que se trata de una familia emocionalmente disfuncional. Les encontramos disfrutando de una suculenta comida. Por su forma de engullirla cualquiera diría que llevan días sin probar bocado. Las conversaciones también brillan por su ausencia. Apenas unos breves pero intensos gruñidos de satisfacción mientras devoran la carne churrascada directamente sobre una paupérrima hoguera. El techo de la cueva es bajo, y el humo de la chasca rápidamente se acumula y pica en los ojos del pater familias, que se los frota convulsivamente con el dorso de sus manazas peludas y mugrientas, sin soltar ni un momento el hueso con hebras de carne que hasta hace un momento roía.

De pronto el estupor se refleja en su rostro desaliñado. Podemos constatar cómo la sangre se retira de su semblante –lo que explica esa repentina palidez que trasmite inequívocamente la sensación de que se ha quedado frío-. La súbita sacudida de sus extremidades inferiores, su espasmódica incorporación sobre sus fibrosas piernas, ligeramente flexionadas, absolutamente tensas, indican cuál ha sido el nuevo destino de todo ese riego sanguíneo que ahora se niega a circular por su cara. Da la impresión de que, en cualquier momento, todo él saltará como un resorte, imposible adivinar si hacia delante o hacia atrás, pues, al mismo tiempo, durante unos instantes, todo su cuerpo se queda petrificado. Pareciera estar calibrando mentalmente la conveniencia de su próxima acción, mientras mantiene la más atenta de las miradas en dirección a la amenaza que se cierne sobre ellos. Ahora se lamenta de haber sucumbido al hambre y de no haber explorado en profundidad el interior de la caverna antes de encender la hoguera y asar la única pieza obtenida en días para alimentar a su progenie.

Ya no le cabe duda: la pesadez de pisadas, cada vez más próximas, hace que el suelo de la cueva se estremezca alarmantemente. La estridencia de afiladas garras a la carrera sobre la roca desnuda le indica que la amenaza, además de inminente, ha de ser enorme y, sin embargo, invisible, pues sabe que las llamas de la modesta hoguera le impedirán calibrar visualmente a la fiera hasta que no la tenga literalmente encima. Pero se equivoca…, pues los alaridos procedentes de la oscuridad tras el último recodo denotan que, sea lo que sea lo que se cierne sobre ellos, no viene solo. Un instinto, un impulso innato toma la decisión por él e inicia la huida hacia la boca de la caverna situada a su espalda. De pronto detiene su carrera y vuelve sobre sus pasos. Pareciera como que, en última instancia, un solidario instinto de protección se hubiese impuesto al horror atávico. Pero es sólo un espejismo: sencillamente ha regresado para asir su hacha de sílex antes de reemprender de nuevo la huida, dejando a la mujer y a los dos niños a su suerte. Lo último que es capaz de oír, antes de que el lacerante frío de la noche abofetee su barbudo rostro, es el alarido de la hembra reclamando su ayuda y su presencia. Mas dura poco. Pronto se impone el crujir de huesos, el chasquido de tendones, el sordo rumor de la carne desgarrada y el rechinar de varias filas de dientes saciando su apetito voraz.

Fuerza Mayor’, el último trabajo de mi tocayo, Ruben Östlund, no arranca precisamente así. Haciendo gala de la fina ironía y toda la mala leche de las que ya nos dio buena muestra en ‘Play’, Östlund se sirve de una parodia de esta dramática escena pleistocénica, a caballo entre la carcajada y la náusea, para denunciar, y exponer a la vista de todos, las vergüenzas del patetismo y la ñoñería de la burguesía moderna a la que, en mayor o menor medida, también tú, él, ella y yo pertenecemos… En ‘Fuerza Mayor’, nuestra oscura y fría cueva se transforma en un lujoso resort a-todo-trapo en plenos Alpes franceses, en el que un matrimonio adinerado, extraído de las páginas de Vanity Fair, ha decidido alojarse “para ver si así Tomas (el abnegado padre híper cualificado, exitoso y trabajador) puede ‘disfrutar’ unos días de sus hijos” –son palabras de Ebba, su mujer, cuya pretensión parece ser sencillamente la de atestiguar que este encuentro paternofilial se produzca, y mamá de una parejita niño-niña tan rubita y tan suequita que bien podrían protagonizar el exclusivo catálogo de Please Mum. Nada que ver con nuestra cueva de la edad de piedra, ¿verdad…? ¿O quizás sí…?

Fuerza Mayor

La familia que esquía unida se mantiene unida. Pero, a juzgar por la ausencia de carantoñas tan ubicua como la nieve y una emotividad grupal igual de fría, el espectador avezado intuirá que este grupo va a necesitar mucho más que unos días deslizándose por una ladera para recuperar el sentimiento de parentesco. Öslund es tan “malo”, que ya desde el minuto uno de la cinta se ceba con la falta de complicidad y espontaneidad entre los miembros de este cuarteto, sirviéndose de un solícito fotógrafo que contribuye con sus bienintencionados consejos a “maquillar” el resultado de las imágenes que capturará con su cámara y que constituirán el futuro recuerdo de estos días. Pero hasta este buen samaritano pierde muy a su pesar los estribos con tan “ardua” tarea.

A sabiendas de que, quien se acerca a ‘Fuerza Mayor’, lo hace anticipando el morbo de “la escena del alud” que desencadena la “tragedia”, Östlund se lo toma con calma y nos mantiene nuestros buenos 20 minutos levantando acta de la corrosión infraestructural del modelo de familia nuclear que tanto le enerva personalmente. El nudo gordiano se presenta durante la plácida mañana del segundo día de viaje. Nuestros burguesitos están comiendo en la terraza de un restaurante en plena montaña. Hace muy buen día, el sol brilla con fuerza entre los picos, y de repente –siempre hay un de repente– la alerta de avalancha empieza a sonar y se puede ver al fondo de la imagen como empieza a bailar por la falda de la montaña un espectacular alud que inmediatamente llama la atención de los clientes. Todo el mundo empieza a gritar de emoción. A medida que la nieve desciende por la ladera y se convierte en una enorme marea blanca, la gente empieza a gritar más fuerte -¡uh, qué subidón!-. Entonces la masa, que ha alcanzado un tamaño impresionante, desaparece detrás de una colina, para reaparecer dos segundos después transformando esos gritos de emoción en alaridos de horror.

¡Me encanta este momento!, porque realza de una manera muy bella lo que personalmente entiendo por “existencia”. Situaciones de júbilo encabalgándose sin previo aviso con momentos dramáticos y algunos de auténtico terror. La escena continúa con la imagen del padre alejándose -con toda la rapidez y el ergonómico patetismo que le permiten las botas de esquiar- de la mesa en la que estaba sentado con su familia. Y, al igual que nuestro cavernícola, Tomas amaga con regresar junto a su familia. Pero se trata, una vez más, de un espejismo: él también se ha olvidado de “su herramienta”. Tras agarrar su iPhone, sale corriendo, poseído por un inexorable instinto de supervivencia, dejando atrás a su esposa que intenta coger en brazos a los niños y grita desconsolada el nombre de su marido y, a la sazón, el padre de las criaturas. Fundido a blanco y un silencio que hiere nuestros oídos tanto o más que el crujir de huesos y el rechinar de dientes…

Unos segundos después, donde esperamos contemplar una escena desoladora, al disiparse la nube de polvo helado que ha alcanzado el restaurante, nos damos cuenta de que el peligro se detuvo a unos cien o ciento cincuenta metros del sitio en el que nos encontramos y que todo podría haberse quedado en una divertida anécdota que contar a los amigos, si no hubiese sido porque Tomas ha salido por pies tratando de salvar únicamente su pellejo. En la terraza del restaurante todo vuelve a la normalidad, los comensales se vuelven a sentar, el sol sigue brillando para todos ellos y, pasados unos incomodísimos segundos, Tomas también regresa para reunirse con su familia. Pero algo ha cambiado de forma dramática, el protagonista no sólo ha tenido que enfrentarse a esa faceta suya (que no por serle del todo desconocida –pues a los 40 uno ya ha visto en sí mismo de todo- deja de avergonzarle), sino que, esta vez, lo ha hecho en presencia de testigos. Y no unos testigos cualesquiera: aquellos que componen los cimientos –y aunque carcomidos, cimientos al fin y al cabo- de toda la tramoya que constituye lo que él conoce como vida.

Esta desagradable experiencia comenzará a agrietar las -ya heridas de muerte- relaciones familiares de una forma irreversible, fenómeno que Östlund disfrutará desmenuzando a lo largo de los cinco días que forman este grotesco paréntesis vacacional. En este paraíso artificial que hará las veces de morgue bajo la nieve, el director sueco envuelve ‘Fuerza Mayor’ con la mortaja de piel humana a la que nos tenía acostumbrados el mejor Michael Haneke, una irónica autopsia sentimental de la institución familiar con un aire a Thomas Vintenberg, y por encima de todo, conduce al espectador desde el minuto uno a un clima de incomodidad absoluta. Östlund nos fuerza a rendirnos a la dicotomía constante y a una crítica maliciosa que explora con humor los peores miedos de una burguesía europea que no soporta sentirse fracasada, avergonzada ni nerviosa. ¿Es la voluntad de haber formado una institución familiar sólida, la felicidad en torno a los hijos lo suficientemente inquebrantable como para justificar y mantener las actuales relaciones sentimentales…?

El planteamiento polarizado en torno a la familia nos remite al formato de juicio sumarísimo, en el que mientras Tomas niega los hechos acontecidos y es incapaz de aceptar su naturaleza, su esposa Ebba se obsesiona con el reproche constante y con que sus amigos comunes se suban al carro de emitir juicios éticos ante un marido cuyo ego ahora sí está siendo arrollado por una avalancha. La vida después del alud nunca volverá a ser la misma. Pero el número de este tipo de aludes, sus causas y consecuencias, de los que Östlund nos obliga a ser testigos ya nos suenan. De hecho las presenciamos tan a menudo que, tirando de cinismo, hasta podríamos considerarlos “catástrofes cotidianas”. Aún así no deja de sorprendernos que, además de invitarnos a presenciar el juicio, se nos llame al estrado para tomarnos declaración: ¿Jura usted decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad…? Y en tal caso, ¿juraría usted que lo que está presenciando es un caso de Fuerza Mayor o una muestra más de nuestra negligencia más recalcitrante…?

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Un hotel de lujo llamado Primer Mundo

Después de un año entero completamente enajenados, elevando al máximo nuestras cotas de productividad y dándole la espalda a cualquier oportunidad de plantearnos el sentido de nuestra existencia, ya están a la vuelta de la esquina las tan temidas vacaciones. Un anacrónico período, prácticamente en desuso, debido al elevadísimo riesgo que entraña a todos los niveles (personal, familiar, profesional, social…), así como al pavor que produce disponer de tiempo libre y la mente desocupada, que de forma tan genial supo transcribir musicalmente Antonio Vivaldi en su oda al Verano. Ocho de cada diez vacacioneros reconocen haber sufrido fortísimas disonancias cognitivas después de un período de asueto excesivamente prolongado o mal planificado. Por lo que las autoridades recomiendan reducir los procesos de exposición vacacional al mínimo imprescindible, asegurarse de que el destino aparezca en el catálogo de viajes de El Corte Inglés, y no resulte ni muy económico, ni demasiado carente de estímulos.

El coste del paquete vacacional aumenta en relación inversamente proporcional a la probabilidad de recibir mensajes incongruentes con nuestro estilo de vida. Como magistralmente demostró Michel Houellebecq en Plataforma, paradójicamente, cuanto más exótico y distante se nos antoja nuestro destino turístico, con tanto o más ahínco está diseñado para apuntalar, cercar y regar –aunque sea a base de hueso y sangre- este cenagal darwinista donde nos refocilamos hozando indolentemente. Inversión que, aunque onerosa, es especialmente recomendable (y cuanto más onerosa más recomendable) para todas aquellas personas cuyos valores y creencias no se hallen cimentados sobre estructuras muy firmes. Son éstas buenas gentes fáciles de reconocer precisamente por pretender aparentar todo lo contrario.

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Algunos de estos paraísos vacacionales por antonomasia los constituyen los hoteles de lujo al pie de exclusivas estaciones de esquí y sobrecogedoras nieves perpetuas. El paraje es idílico. Las medidas de seguridad activas y pasivas calculadas al milímetro. La escrupulosa política de prevención de riesgos es tal que hasta se llevan a cabo detonaciones controladas para evitar aludes por acumulación de nieve: como pequeñas válvulas de escape, estas explosiones no por más ruidosas e incómodas que pudieran resultar, dejan de estar socialmente toleradas; a pesar de que la súbita violencia de las descargas contrasta hasta el absurdo con la pretendida paz del edén nevado, no por ello deja de apreciarse su conveniencia y hasta de celebrarse entre aplausos y gracejos, al inferirse de los estallidos que las autoridades del lugar tienen absolutamente controlada la situación.

Otro de los aspectos más gratificantes de abonar una tarifa hotelera estratosféricamente obscena, es que el precio, además de incluir toda clase de distracciones preventivas y un inverosímil circuito de obstáculos para evitar que uno se pueda encontrar consigo mismo, sirve a su vez de filtro garantizándonos la inocua convivencia temporal con la flor y nata de los seres superiores de la cadena trófica de la parte más privilegiada del único mundo habitado conocido en años luz a la redonda… Probablemente, la sentencia mentalmente más pronunciada por los habitantes de esta torre de marfil sea: “Me lo merezco” (o, en su versión más comercial, “porque yo lo valgo”). Pero, ¿acaso no estaríamos todos dispuestos a pagar la minuta más indecente si a cambio nos permitiera sostener con ese aplomo que nos hallamos entre los elegidos, entre los envidiados…?

Como también ocurre en los obscenos complejos hoteleros en los que los “elegidos” quedan debidamente distanciados -por medio de altísimas alambradas y guardias de seguridad armados-, de la población autóctona –“millonarios de lombrices”, como los niños de Marco Antonio Solís-, los oriundos del lugar sueñan con que algún alma caritativa arroje por encima de los espinos las sobras del “todo-incluido”. Al igual que ocurre en estos resorts, el planeta en su conjunto pareciera distribuirse entre los campos elíseos férreamente acotados y protegidos por barreras de toda índole (desde las afiladas ‘concertinas’ hasta las tarifas prohibitivas), y la severa taiga que se extiende más allá de la valla. Vivir confinados y relegados en la árida estepa, o disfrutando de las vistas desde el Monte del Olimpo, ha dependido, desde tiempos mitológicos, del ADN que corra por nuestras venas. Quizás sea por esto que gozamos tanto con los relatos de héroes semidivinos (es decir, casi como nosotros) que, tras superar las doce pruebas, se hacen merecedores de la green card, y cuya historia queda guay para cerrar el noticiario –asunto distinto sería que nos los encontrásemos en una junta de vecinos-, justo antes de dar paso a la información meteorológica.

La promesa del lujoso hotel, como la de la publicidad pergeñada por el Donald Draper de ‘Mad Men’, es la felicidad. “Felicidad es el olor de un coche nuevo. Es vivir sin temor. Es un cartel junto a la carretera que grita con seguridad: hagas lo que hagas, estarás bien”. Sus clientes no necesitan hacer nada más que seguir al pie de la letra las reglas predefinidas para completar una vida longeva y repleta de experiencias probadamente dóciles: vivencias, identidades, valores, creencias, comportamientos, sueños y anhelos pretendidamente únicos e intransferibles, tan auténticos, originales y diversos como los churros que chisporrotean hacinados en una sartén de aceite hirviendo. Un estilo de vida, en definitiva, con el que la inmensa mayoría de la población mundial -que bien podría estar representada por la mano de obra empleada en este gran hotel-, no se atreve ni a soñar, y que sólo puede contemplar desde la barrera tan atónita como incrédula. Pues no alcanzan a vislumbrar cuál podría ser la naturaleza del mal que parece afligir a los clientes y que, a todas luces, les roba su alegría y les impide disfrutar de todo lo que tienen…

Permitidme un pretencioso ejercicio de autoplagio para insistir en que según esta cruel Ley de Pareto, las vacaciones se han convertido en uno de los principales períodos de inestabilidad en occidente. Después de pasar de un 80% del ejercicio disfrutando de una aphâtica paz productiva perfectamente calculada para sellar cualquier filtración de inconformismo, los días que transcurren en esa mísera quinta parte del año que denominamos vacaciones, amenazan con convertirse en una verdadera causa de Fuerza Mayor de causas imprevisibles y consecuencias inevitables. A pesar de que cada día son más las ofertas de paquetes vacacionales en los que la rutina es tan estricta que, si bien no erradica los accidentes fortuitos, casi garantiza la imposibilidad de que se produzcan. De ahí que cada día más gente se decante por este tipo de opción vacacional cuando se interna en terreno desconocido. Hasta el punto de que casi todos los tour-operadores ofrecen un seguro que garantiza al que lo suscribe una indemnización en caso de que, por una causa fortuita, se vea obligado a improvisar. No conviene subestimar el miedo atroz que tiene la mayor parte de las personas acomodadas a sorprenderse con facetas de sí mismas que probablemente habrían preferido no descubrir. Basándose en esta máxima se han llegado a amasar fortunas…


 

¿Quién dijo miedo…?

Decir que el miedo es la emoción más antigua es reconocer que, si hoy estamos aquí, es en gran medida gracias a ella. Pero también es tomar conciencia de algo que no nos agrada tanto: que parte de nuestra naturaleza humana descansa sobre impulsos innatos fijados por la biología. O lo que es lo mismo: que en determinadas circunstancias no nos distinguimos tanto del resto de los animales. Cuando sentimos miedo, huimos, atacamos o nos quedamos petrificados, igual que lo haría cualquier otro ser vivo, por muy debajo de nosotros que se encuentre en la pirámide evolutiva.

A lo largo de los siglos hemos erigido con mayor o menor fortuna un bonito baluarte tras el que nos parapetamos, con el objetivo de negar y renegar de esa parte de nosotros mismos. Cultura y civilización: así decidimos bautizar a nuestro rutilante castillo, tan firme y estable como los naipes que le sirven de arbotantes y contrafuertes. Tan inexpugnable como lo son sus almenas de arena frente al embate de un golpe de mar. Sin embargo, en lugar de reconocer nuestra fragilidad e insignificancia frente a la imponencia y aleatoriedad de las fuerzas e impulsos naturales, nos empeñamos en registrar y menospreciar su frecuencia. Si en algo ha demostrado tener un talento desmedido el género humano, es en la invención de fantasías y eufemismos tras los que esconder sus miserias. Así, lo primero que hicimos desde el momento en que fuimos expulsados del paraíso de la inconsciencia, desde que emergimos de la primitiva unidad con los demás y con la naturaleza, desde que estrenamos el incómodo traje de la individualidad, fue inventar el concepto de vergüenza.

La vergüenza no es más que el nombre que reciben esos fascinantes enfrentamientos entre la normativa estipulada por la cultura humana y los dictados establecidos por los instintos animales. En función de la frecuencia, la previsibilidad y la evitabilidad del enfrentamiento, la hoja de parra que empleamos para cubrir nuestras vergüenzas puede recibir distintos nombres: pecados, faltas, delitos…, con sus correspondientes agravantes y atenuantes. No obstante, y a pesar de la enorme prepotencia del género humano, hasta nosotros hemos de reconocer que existen “determinadas circunstancias” que, además de “imprevisibles”, son además “inevitables”. Así pues, ¿qué nombre recibe la hoja de parra destinada a cubrir la vergüenza originada por un acontecimiento que se escapa por completo de nuestro control…? Obligatoriamente ha de ser uno lo suficientemente ominoso y rimbombante, como para que su mero pronunciamiento ya produzca asombro y estupor. ¡Señoras, señores…, con todos ustedes: La Mano de Dios! (O como más frecuentemente se la conoce: Causa o Fuerza Mayor).

Las películas de Östlund, que suelen situar a los personajes ante el conflicto moral de admitir un comportamiento vergonzoso, muestran el miedo a que reconocer estas acciones nos excluya del grupo, porque en el cine del realizador sueco siempre hay un momento en el que el personaje podría optar por decir la verdad. Y, sin embargo, se escuda tras una mentira o niega la realidad. ‘Fuerza Mayor’ es una invitación a reflexionar sobre los problemas emocionales y el miedo a pasar vergüenza, algo que nos distingue del resto de las especies animales y de los niños. Contemplando ‘Fuerza Mayor’ comprendí que dejamos de ser niños el día en que inventamos nuestra primera mentira, pero también que sólo se puede llegar a ser un hombre libre dejando de esconderse tras ella.

Pero volvamos atrás en el tiempo para ver cómo le va a nuestro hombre de las cavernas y presenciar otra escena que denota que, si bien unos cuantos miles de años no son suficientes para reprogramar eones de respuestas emocionales condicionadas, al menos hay motivos para la esperanza, pues han servido para ganar en civismo. Sí, ahí está el sujeto de estudio, un par de días después del incidente en el que perdió a su familia. Recostado a la orilla de un riachuelo, en compañía de otro cazador, acaba de dar buena cuenta de la pieza que se han cobrado durante lo que ha debido ser una extenuante jornada. Aunque a juzgar por el tamaño de los huesecillos arrojados al fuego, quizás no haya conseguido saciar del todo su hambre. Le encontramos en actitud contemplativa. Si le presupusiéramos más inteligencia, diríamos que hasta se encuentra melancólico. La mirada perdida mientras se escarba los dientes con un trozo de madera. Rápidamente empatizamos con él. Era de esperar que aún se encontrase guardando luto por los suyos… Pero toda la empatía que nos sobra a nosotros, pareciera faltarle a su compañero de caza, quien, habiendo llenado el buche, se ve ahora impelido por otra necesidad, sino tan perentoria como el hambre, sí más placentera…

En busca del fuegoMediante señas le hace notar a su colega de fatigas la presencia de un par de hembras que desde el otro lado del riachuelo les hacen señas. Ellos no lo saben, pero han sido confundidos con otros. Estando a una distancia considerable, la moda de la época no permite distinguir convenientemente a los miembros masculinos de la especie. Para cuando la distancia se reduce lo suficiente como para que el fuerte olor corporal de los dos hombres, haga comprender a las hembras su craso error, la pareja de machos ya lleva un buen trecho (y una buena erección) anticipando el placer sexual que les aguarda en la otra orilla. Las mujeres tratan de resistirse y de hacer comprender a los hombres que todo es producto de un malentendido, pero hace rato que los dos machos se ven arrastrados por razones más poderosas y, como en aquella esclarecedora secuencia de ‘En busca del fuego’, hacen uso de la fuerza para someterlas y obligarlas a ser el receptáculo de pulsión sexual.

– ¿No te da vergüenza? –le pregunta con retranca el uno al otro, tras la cópula.

– ¿Vergüenza a mí…, por qué?


 

El árbol que cae en mitad del bosque

La naturaleza humana no es sólo la suma de los impulsos innatos fijados por la biología. También es, como explicaba Freud en ‘El malestar de la cultura’, “el conjunto de normas externas que la sociedad se ha visto obligada a imponer destinadas a contener la desbordante marea de excesos emocionales que brotan del interior del individuo”, y al cual nos adaptamos con el objetivo de evitar el aislamiento y la soledad moral. Y es precisamente, con un pie en cada orilla, suspendidos en entre estas “dos tierras”, donde los seres humanos nos vemos impelidos a hacer equilibrios para no caer irremisiblemente al vacío. He aquí la paradoja que constituye el drama central de la existencia humana (y de casi toda la literatura universal): cuanto más ganamos en libertad, en el sentido de la emergencia de la primitiva unidad indistinta con los demás y con la naturaleza (cuanto más nos transformamos en “individuos”), tanto más nos vemos en la disyuntiva de trabajar en y por nuestra individualidad o de eludir esta responsabilidad.

Ser humano significa, antes que nada, elegir entre transformarnos en un puente unificador de ambos mundos en la espontaneidad del amor y del trabajo creador, o bien adoptar cierto camuflaje que nos proporcione una ilusión de certeza y seguridad en la fusión con la masa. Trabajar nuestra individualidad requiere un titánico esfuerzo de recompensas inciertas. No tanto en cuanto a la probabilidad de los resultados –pues todo esfuerzo arroja frutos-, como en lo que a su originalidad y novedad se refiere –ya que cada solución no sólo es (y ha de ser) única e intransferible, sino que además es (y ha de ser) incomparable con las respuestas halladas por otros, pues el contraste es susceptible de confusión y dolor.

El problema, como vemos, radica en el nivel de coherencia y equilibrio entre lo que somos y lo que estamos dispuestos a admitir que somos frente al grupo. Östlund nos lo pone fácil proponiéndonos un objeto de estudio muy incongruente. La distancia entre la verdadera naturaleza de Tomas y la imagen que de ella desea proyectar a los demás es casi antipódica. “Solemos tener mucho miedo de resquebrajar la imagen de nosotros mismos que hemos construido frente a los demás, y para defenderla llegamos a hacer cosas muy tontas”, declara el realizador sueco. Si esto es así, y así es como parece ser, sólo tenemos dos opciones: o vivir espontáneamente, o pretender vivir en ausencia de testigos. Concluyo con una cita de Erich Fromm extraída de su libro ‘Miedo a la Libertad’: “No nos debería extrañar, pues, que frente a este dilema, no sean pocos los que opten por fórmulas de evasión, acudiendo a vínculos predefinidos que les ofrezcan la tentadora promesa de rehusar a ser libre a cambio de renunciar a la integridad, a la pureza y a la originalidad de su individualidad”.

Fuerza Mayor¿Hace ruido el árbol que cae en mitad del bosque cuando no hay nadie para escucharlo…? En el caso de Tomas, sabemos que, durante 40 años, sus árboles han caído de forma discreta –al menos eso es lo que él cree-. Sin embargo, para su suerte o su desgracia (y también para las nuestras, pues no en vano, a Östlund no se le caen los palos del sombrajo al reconocer que espera contribuir con su película al aumento del número de divorcios), esta vez el mito de padre protector y héroe familiar que otorgaría coherencia a la existencia de Tomas, se desploma estrepitosamente como un árbol muerto que, en su caída, arrastra, daña y mutila a cuantos creían beneficiarse de su sombra.

Pero ningún daño, por profundo que sea, es irreparable si se restaña a tiempo. Y, para ser ecuánimes, hay que reconocer que Tomas cuenta con un generoso número de secuencias para asumir que su reacción instintiva es, en realidad, su mejor oportunidad para reconstruir una imagen de sí mismo (frente a sí mismo y frente a los suyos) mucho más acorde con su verdadera naturaleza, mucho más equilibrada con las expectativas que desea que los demás depositen en él. A Tomas le ha tocado en suerte un billete de ida a un lugar mejor, más amable y estable. Y, sin embargo, rehúsa explorar esa zona mágica donde suceden cosas… Elige tener miedo y el miedo le obliga a tratar de hacer creer a los demás que él jamás huyó, que en ningún momento se separó de su familia. Como si, a base de repetirlas, sus patrañas tuviesen la capacidad de modificar el pasado. Elige fingir el llanto para tratar de despertar la compasión de su mujer. Elige fingir desprotección y patetismo para secuestrar emocionalmente a sus hijos y, de paso, conseguir mediante el chantaje una teatral escena de reunificación familiar. Elige no aprender, no madurar, no evolucionar… Elige reencontrarse con su antecesor cavernícola.

Östlund nos “regala” una secuencia aparentemente peregrina y tonta, pero que explica a la perfección el prehistoricismo emocional de Tomas y su incapacidad evolutiva (aunque hay quien desea extenderlo a todo el género masculino en su conjunto). Al igual que nuestros dos cazadores de la edad de piedra, Tomas y su amigo Mats, descansan en una terracita, tras una dura jornada de esquí. Toman una cerveza mientras, a juzgar por la expresión de sus rostros, meditan en cuán miserable e injusto es el trato que les está proporcionando la vida. De fondo suena casi proféticamente la letra de ‘Reload’ de Sebastian Ingrosso & Tommy Trash (“this is freedom, that is we are made of… Yes we are!”). De pronto se aproxima una chica que grita para hacerse oír por encima del volumen de la música: desea decirle a Tomas que una amiga suya se siente atraída sexualmente por él. Mano de santo, oye: todo rastro de pesadumbre y malestar desaparece de su semblante. ¡Vuelve a ser un macho alfa! ¡Sigue estando en el mercado y las hembras le reclaman! Atrás quedaron el alud y la salud emocional de su mujer y sus hijos.

Ambos hombres se congratulan y se predisponen mentalmente para el encuentro con las mujeres que, si todo discurre por los cauces predefinidos, concluirá presumiblemente en coito. Sin embargo, la mujer vuelve a entrar en escena para desinflar sus ilusiones y, de paso, ponerles en frente un espejo en el que se refleje ineludiblemente su mediocridad. La chica les pide perdón pues, al parecer, se ha confundido y las atenciones de su amiga iban destinadas hacia otro hombre. La insistencia de la mujer en explicar el malentendido y la reiteración en sus disculpas no consiguen más que terminar de forzar a los hombres a afrontar su patetismo y lo despreciable de su conducta. La evidente decepción de Tomas deja paso a la desolación. Mats, herido en su orgullo masculino, reacciona de una forma mucho más violenta –hasta el punto de que precisa de la intervención de terceros para mantenerse detrás de la raya-, dejando al espectador con la duda de qué habría sucedido si esta escena se hubiese producido en un lugar más apartado y discreto, a salvo de la mirada de testigos, como la orilla de aquel riachuelo de la época del pleistoceno. ¿Habrían sido suficientes 10 mil años de “evolución” para aplacar los instintos primarios de sometimiento sexual que evidentemente se plasman en el comportamiento de Mats…?


 

Choque de modelos

Agarraos fuerte porque nos internamos en la zona más oscura y convulsa de ‘Fuerza Mayor’, verdadero laboratorio de pruebas en el que Ruben Östlund lo tiene ya todo dispuesto para introducir en el acelerador de convenciones sociales tres modelos distintos de unidades familiares para hacerlos chocar entre sí violentamente y descomponerlos hasta sus partículas más elementales. Sin prejuicios ni hipótesis. Con el mero rigor y las objetivas pretensiones de un científico que se limita a observar y tomar notas. Como él mismo reconoce: “Es en estos casos de violentas sacudidas de las convenciones sociales donde encuentro un valiosísimo material para hacer películas”.

El primer modelo de familia es el que compone el cuarteto protagonista: Tomas, Ebba y los dos niños: Harry y Vera. Perfecto ejemplar de matrimonio disfuncional (la base de datos del portal de citas para casados, Ashley Madison, dispone sólo en EE.UU., de 37 millones de cónyuges insatisfechos, lo que en la práctica supone que uno de cada dos matrimonios yankees hace aguas, y eso sin contar a los díscolos discretos que se ponen los cuernos analógicamente). Tomas y Ebba basan su relación en un esquema sadomasoquista bastante tradicional que le viene de perillas a Östlund para cuestionar, con subliminal elegancia, los caducos roles de sobreexigencia y sobreprotección que la sociedad ha reservado tradicionalmente para hombres y mujeres, que tantos rendimientos otorgan a la fábrica hollywoodiense, y que siguen dando coletazos en la sociedad europea actual. En él, Tomas encarna una negra caricatura del hombre contemporáneo, todavía amarrado a las pesadas atribuciones machistas, obligado a ser un ángel de la guardia patriarcal y protector de los suyos, pero condenado muchas a veces a comportarse como un antihéroe fracasado y abyecto. Angustiado y frustrado por las expectativas del resto y su descorazonadora vulgaridad, Tomas adopta la forma de un niño grande e inmaduro, desleal y deshonesto, emocionalmente incompetente, con escasas dosis de autoconocimiento y autorregulación, que se pasa la vida tratando de ocultar aquellas facetas más feas de su personalidad en lugar de reconocer con sinceridad y asertividad su existencia para, desde ahí, ponerse a trabajar activamente sobre ellas y procurar mejorarlas, de modo que, cuando –como ocurre en la película- quedan sus vergüenzas al descubierto, en un alarde de neurosis no le queda otra escapatoria que negar la mayor.

Fuerza Mayor

Por su parte, Ebba encarnando a la perfección el papel de figura sobreprotectora que la sociedad tiene reservado para la figura femenina, ha decidido adoptar (seguramente muy a su pesar) a su marido como un hijo más, lo cual provoca en ella una triple frustración, pues no sólo se ve abocada a una vida en soledad, al carecer de un compañero adulto con el que disfrutar de igual a igual los regocijos de la vida y con el que compartir la responsabilidades simétricamente. Por decantación de lo anterior, ha de convertirse en los límites de su marido si no desea que todo su castillo de naipes se vaya al traste. Le toca ser la arquitecta, la gestora, la ideóloga, la planificadora, la rencorosa, la bruja, la represora, la dictadora…, la parienta. Y lo que es más patético: está dispuesta a todo por defender socialmente su modelo familiar frente a otros alternativos -so pena de sufrir una disonancia cognitiva capaz de internarla en un psiquiátrico-, e incluso a arriesgar su integridad y la de sus hijos por representar una ridícula pantomima con tal de mantener la cohesión de los suyos.

Y, por último están los niños… Víctimas inocentes de todas estas catástrofes habituales. Testigos objetivos desprovistos de maldad, atónitos ante el espectáculo de hipocresía y postureo que se despliega ante sus ojos. Si hay alguien que se ve irremediablemente arrastrado por una descomunal fuerza mayor hacia un destructivo vórtice emocional, que sí o sí dejará una huella indeleble en el modelo de apego que habrán de desarrollar, y con base en el cual forjarán a su vez relaciones afectivas en el futuro, son ellos. Ellos que, como tantos otros niños crecen rodeados de distracciones, van a lujosos hoteles y se visten con ropa carísima porque, según sus padres, eso es triunfar. Esos mismos niños que se habitúan a vivir de espaldas a unos padres que están demasiado ocupados resolviendo problemas que se inventan precisamente para no estar con sus hijos. Esos mismos niños que, equivocadamente o no, interiorizan la idea de que el problema quizás sea que ya no les quieren y que las vidas de sus padres serían mejores si no hubieran nacido.

Fuerza Mayor

El segundo modelo familiar que nos presenta Östlund en ‘Fuerza Mayor’ es el formado por Mats, el amigo divorciado de Tomas, y su novia Fanni. Mats, un imponente vikingo cuarentón, también tiene hijos. Sólo que, en su caso están veraneando en Oslo con su ex mujer, con la que comparte su custodia. Un hombre tan consecuente, seguro de sí mismo y de sus decisiones, con la conciencia tan tranquila, que es capaz de pasarse toda una noche en vela tratando de machacar al mosquito de la duda que le zumba en la oreja. Él representa el modelo de pareja que se descompone en cuanto su primer hijo –o el segundo, si es que se han tenido muy seguidos- comienza a valerse solito. Según datos del Instituto de Política Familiar, en Europa se rompen cinco matrimonios de cada 10, un divorcio cada 30 segundos, y en la gran mayoría de los casos se producen tras tener uno o dos hijos y antes de que estos cumplan la mayoría de edad. En el caso de España, estas cifras son aún más alarmantes: 7 divorcios por cada 10 matrimonios, un 75% de ellos antes de que los hijos superen la adolescencia. Somos con mucha diferencia el país en el que más se ha incrementado porcentualmente el número de divorcios: un 150% en la última década -pasando de 41.621 en 2002 a 104.262 divorcios en 2012. Ojeando estas cifras alguien podría pensar que los verdaderamente fortuitos son los escasos matrimonios que consiguen estar a la altura de los juramentos pronunciados frente al altar.

Por su parte, Fanni encajaría a la perfección en ese prototipo que a los de márketing les gusta denominar millenials. También hay quien les denomina “nativos digitales”. Veinteañeros, hijos de la crisis, desubicados, desocupados –o con trabajos muy precarios-, imposibilitados de compartir el repóker de sueños y anhelos de la generación inmediatamente anterior –buen trabajo, casa, coche, pareja estable e hijos-. Como les han castrado su derecho a ser propietarios se han especializado en la reutilización de recursos, como les han impedido desplazarse obtienen muchísima información y gran parte de sus relaciones se canalizan a través de internet; vuelcan todas sus expectativas en el crecimiento personal y en cargarse de razones para emitir juicios morales sobre el estilo de vida y las incongruencias de los más talluditos, lo que no les impide encamarse con ellos y aceptar unas vacaciones pagadas en un hotel que seguramente jamás podrán permitirse. Rehúyen el compromiso, seguramente porque son conscientes de que con su presupuesto jamás podrán fundar una familia del tipo A o del tipo B.

Fuerza Mayor

Y, finalmente, cerca de los cincuenta y de muy buen ver, tenemos a Charlotte. Ella también está casada. Ella también tiene hijos. Pero ni tiene la necesidad de veranear con ellos, ni se siente culpable por acostarse cada noche con un hombre distinto. Ella sencillamente ha decidido no dejar de invertir en su bienestar personal, físico, espiritual, intelectual, económico, social, profesional y sexual por el mero hecho de haber traído hijos al mundo. Charlotte no se tiene por una mala madre ni una mala esposa: todo lo contrario. Ella afirma que es tan buena como cualquiera. Y que no se nos ocurra criticarla: no lo entendería. Las personas librepensadoras, responsables, asertivas, aquellas que han alcanzado una coherencia casi total entre lo que son y lo que hacen, que no sienten la necesidad de esconderse ni de dar explicaciones a nadie de sus palabras, obras u omisiones, no es que lleven mal que se les critique su falta de ataduras para con las convenciones sociales, es que sencillamente no les entra en la cabeza cómo alguien que no son ellas mismas se atrevería a poner en tela de juicio su propio criterio. Y así se lo hace saber a Ebba, cuando ésta pierde por primera vez la compostura y le hace saber su opinión sobre cómo vive su vida Charlotte.

Fuerza Mayor

Casi sin darnos cuenta, hemos dejado que Östlund nos introduzca también en su acelerador de modelos. A unos nos costará más que a otros reconocerlo. Pero todos sin excepción sentimos cómo impactan contra nosotros de una forma brutal las partículas elementales que componen cada uno de estos estilos de vida. Además lo hacen sin previo aviso, sin posibilidad de cubrirse o esquivarlos, pues no hay dónde esconderse ni forma humana de adivinar su trayectoria. Como los miles de meteoritos que cada año cruzan inadvertidamente la órbita terrestre, es cuestión de mera probabilidad que uno de ellos impacte contra nosotros arrasando con nuestra idea de la vida tal cual la concebimos en este momento.


 

El Leviatán capitalista

Es especialmente arduo para todos los que amamos el ejercicio de la libertad, darnos cuenta de su lado negativo, de la carga que ella impone al hombre. Apunta Erich Fromm en su ‘Miedo a la Libertad’ que: “como durante la época moderna, toda la atención se dirigió a combatir las viejas formas de autoridad y de limitación, era natural que se pensara que cuanto más se eliminaran estos lazos tradicionales tanto más se ganaba el libertad. Sin embargo, al creer así dejamos de prestar la atención debida al hecho de que, si bien el hombre se ha liberado de los antiguos enemigos de la libertad, han surgido otros de distinta naturaleza: un tipo de enemigo que no consiste necesariamente en alguna forma de restricción exterior, sino que está constituido por factores internos que obstruyen la realización plena de la libertad de la personalidad”. Conviene pues darse cuenta de que, habiendo heredado la victoria sobre los enemigos de la libertad sin haber participado en la refriega, si bien es cierto que los hombres y mujeres que componemos la sociedad actual gozamos de mayor confianza en nosotros mismos y somos más críticos e independientes que nuestros ancestros, también lo es que nos sentimos más solos, aislados y atemorizados por fuerzas imprevisibles e inevitables. Nuestro miedo a la libertad tiene pues su origen en una Fuerza aún Mayor.

Que conste que no hay nada más alejado del objetivo de esta reflexión que tratar de constituir un alegato en contra del actual sistema capitalista. Más bien al contrario, toda valoración crítica del efecto que el modelo productivo que nos hemos dado ha supuesto sobre este tipo de libertad íntima debe comenzar por la comprensión plena del enorme progreso que el capitalismo ha aportado al desarrollo de la personalidad humana. Sin embargo, si bien contribuyó poderosamente al aumento de la libertad positiva, al crecimiento de un yo activo, crítico y responsable, el capitalismo también produjo una consecuencia inversa al hacer al individuo más solo y aislado, y al inspirarle un sentimiento de insignificancia e impotencia.

La contradicción inherente al modo de vida capitalista es que, mientras que los hombres y mujeres creen que sus acciones están motivadas por sus propios intereses personales, en realidad sus vidas se dedican a fines que no son suyos. El yo en cuyo interés obramos los ciudadanos es el yo social, constituido esencialmente por el papel que se espera que desempeñemos y que, en realidad, no es más que el disfraz subjetivo de la función social objetiva asignado a cada hombre y cada mujer dentro de la sociedad. “El egoísmo de los modernos no representa otra cosa que la codicia originada por la frustración del yo real, cuyo objeto es el yo social. Mientras parecemos caracterizarnos por la autoafirmación de nuestro yo, en realidad éste ha sido debilitado y reducido a un segmento del yo total que se manifiesta en una sed inaplacable de poder y que excluye a todas las demás partes de la personalidad total que ha de procurar todo individuo que aspire a vivir una vida digna, plena y feliz”, concluye Fromm.

Si bien el hombre ha alcanzado en un grado considerable el dominio de la naturaleza, la sociedad no ejerce la fiscalización de aquellas fuerzas que ella misma ha creado. La racionalidad del sistema productivo es el envés de una moneda cuya cara oculta es la irracionalidad de sus aspectos sociales. Basta echar un vistazo a cualquier encuesta demoscópica para interpretar que entre las principales preocupaciones humanas se hallan las crisis económicas, el desempleo y los conflictos armados. El hombre ha construido un mundo del que ha sido apartado y que ya, no sólo, no es capaz de comprender, sino que se ha transformado en su dueño. Un dueño frente al cual debe inclinarse, a quien trata de aplacar o de manejar lo mejor que puede. El producto de sus propias manos ha llegado a ser su dios. Mantiene la ilusión de constituir el centro del universo y, sin embargo, se siente penetrado por un intenso sentimiento de insignificancia e impotencia análogo al que sus antepasados experimentaron de una manera consciente con respecto a Dios.

El sentimiento de aislamiento y de impotencia del hombre moderno se ve ulteriormente acrecentado por el carácter asumido por todas sus relaciones sociales. La relación concreta de un individuo con otro ha perdido su carácter directo y humano, asumiendo un espíritu de instrumentalidad y de manipulación. En todas la relaciones sociales y personales se aplican normas análogas a las que regulan los mercados. No sólo en la esfera laboral, en la que los términos empleador y empleado son de por sí bastante esclarecedores; también en las personales toman éstas el aspecto de relación entre útiles de usar y tirar (y que conste que no me estoy refiriendo únicamente al tipo de transacción sexual de usar y tirar que se lleva a cabo en redes sociales como Tinder o Badoo).

Pero acaso, el fenómeno más importante, y el más destructivo, de instrumentalidad y extrañamiento lo constituya la relación que mantiene el individuo con su propio yo. Cada día más personas se convierten en marcas personales: sus personalidades han de ser agradables, deben poseer energía, iniciativa, proactividad y todas las cualidades que su posición, perfil en redes o profesión requieran. Tal como ocurre con las demás mercancías, es al mercado al que corresponde fijar el valor de tales cualidades humanas y aun de su misma existencia. Si las características ofrecidas por una persona no hallan empleo, simplemente no existen, al igual que una mercancía invendible carece de valor económico. De este modo, la confianza en uno mismo depende directamente de lo que los otros piensen de mí; yo no puedo creer en mí mismo valor, si este no se ve refutado y refrendado por mi popularidad y mi éxito en el mercado. Si me buscan, entonces soy alguien, si no gozo de popularidad, simplemente no existo. El hecho de que la confianza en uno mismo dependa de forma tan absoluta del éxito de la «marca personal», constituye la causa por la cual la popularidad cobra tamaña importancia para el hombre y la mujer modernos. De ella depende no sólo el progreso material, sino también la propia autoestima; su falta significa estar condenados a hundirnos en el abismo de los sentimientos de inferioridad.

Si la conducta humana fuese siempre racional y dotada de fines, casos como el que nos plantea la película ‘Fuerza Mayor’, en los que un padre abandona a su mujer e hijos para salvar su vida, resultarían tan inexplicables como lo es cualquier otra manifestación neurótica en general. Pero he ahí lo que nos ha enseñado el estudio de los trastornos emocionales y psíquicos: el comportamiento humano puede ser motivado por impulsos causados por la angustia o por algún otro estado psíquico insoportable; tales impulsos tratan de eliminar ese estado emocional, pero no consiguen otra cosa que ocultar su expresiones más visibles, y a veces, ni siquiera eso. Las manifestaciones neuróticas se parecen a la conducta irracional que se produce en los casos de pánico. Así un hombre aprisionado por el fuego, lanza gritos por la ventana de su habitación en demanda de auxilio, olvidándose por completo de que nadie le oye, y que todavía está a tiempo de escapar por una escalera que dentro de unos pocos instantes también será presa de las llamas. Grita (o, como en el caso de Tomas, huye despavorido) porque quiere ser salvado, y en ese momento su conducta parece constituir un paso hacia al logro de ese propósito; sin embargo, ella lo conducirá a la catástrofe final.

Es un hecho ampliamente comprobado (y profusamente explotado por los poderes fácticos, ¿por qué no decirlo?) que, siendo las sociedades del primer mundo las más seguras y prósperas de cuantas se han tenido registros a lo largo de la historia de la humanidad, los miembros que las integran prefieren perder terreno en sus recién adquiridos derechos y libertades individuales a cambio de aún mayores cotas de seguridad social y garantías de estabilidad económica. Aterrorizados por fuerzas abrumadoras (siempre en términos relativos, no absolutos, hasta una hoja o un ratón podrían parecer terribles), cuyo origen no comprenden, los individuos se sienten infinitamente pequeños y desamparados, y huyen desesperados buscando compulsivamente algo o alguien a quien encadenar su yo. Frente a la amenaza del alud, descubren precipitadamente que son «libres» en el sentido negativo, es decir, que se hallan solos con sus respectivos yoes, frente a un mundo extraño y hostil. En tal situación, citando a Dostoievsky en ‘Los Hermanos Karamazov’, no tienen «necesidad más urgente que la de hallar a alguien al cual puedan entregar, tan pronto como les sea posible, ese don de la libertad con el que ellos, pobres criaturas, tuvieron la desgracia de nacer».


 

Las mujeres y los niños primero

La diferencia entre negligencia, caso fortuito y fuerza mayor es fundamental y uno de los aspectos de la doctrina del derecho más controvertidos y que con mayor frecuencia se han de revisar. Cuando nos subimos a un avión, nos explican qué hacer en el caso fortuito de que la aeronave sufra un accidente que, al menos, permita sobrevivir a parte del pasaje. Nos detallan lo que se espera de nosotros. Y aunque preferimos no flirtear con la probabilidad de que el avión se vaya a estrellar, lo que sí es cierto es que se nos ha suministrado todo un marco normativo y comportamental, con base en el cual nuestros actos (y omisiones) podrán ser enjuiciados como adecuados o inapropiados. Lo que nadie nos explica al subir a un avión es cómo proceder si la aeronave es secuestrada por terroristas o se convierte en un medio empleado por el piloto para no suicidarse solo. Estos casos se consideran de fuerza mayor y básicamente preconfiguran un hipotético estado de excepción en el que, sea cual sea tu reacción, en teoría no se te podría juzgar por ella.

Todo producto de la creatividad contiene en su interior una chispa primigenia: un primer latido capaz de configurar todo un universo en expansión a su alrededor. Si tuviera que inclinarme por un evento que pusiera a Ruben Östlund en el camino (aún inconsciente) de llegar a dirigir ‘Fuerza Mayor’, creo que apostaría por la catástrofe del ferry-crucero MS Estonia, que se hundió en el mar Báltico durante la fría noche del 28 de septiembre de 1994, y se cobró la vida de 852 de las 917 que iban a bordo. Dejando aparte aspectos que convendría no perder de vista -como que el naufragio pudo haberse previsto y evitado, o teorías de la conspiración en las que se presenta al servicio de espionaje ruso como responsable del hundimiento, así como los intentos del gobierno sueco por encubrir que en sus bodegas se transportaba desde Tallin hacia Estocolmo armamento secreto-, quisiera centrarme ahora en la luz que las esclarecedoras cifras, que acontecimientos tan lamentables como estos, arrojan sobre el comportamiento humano. Los estudios demuestran que a la hora de afrontar situaciones trágicas como estas, 6 de cada 10 personas se quedan completamente paralizadas: incluso aunque alguien les dijese qué hacer, no harían nada porque sencillamente no podrían ni reaccionar.

De las 4 restantes, aproximadamente una sentiría un pánico tan abrumador que tan sólo podría llevar a cabo acciones, como llorar, gritar o deambular sin sentido, que no contribuirían en absoluto a salvar su vida. La siguiente sería incapaz de hacer nada por sí misma, pero haría cualquier cosa (repito: cualquier cosa; la que fuese) que se le ordenase a cambio de la promesa de sobrevivir. Sin embargo, las personas sobre las que realmente quiero poner el foco de atención aquí es en las dos que nos restan. La primera encarna a los que serían capaces de todo (incluso de poner su vida en serio peligro) con tal de salvar al mayor número de personas. Y finalmente tenemos casos como los del capitán del Costa Concordia o el mismo Tomas, que únicamente piensan en sí mismos y que suponen una verdadera amenaza para el resto porque son supervivientes natos y no vacilarán en abandonar el barco en primer lugar, dejando atrás al resto del pasaje e, incluso, a sus familiares y seres queridos con tal de salvar el pellejo.

La rama de la teoría de las catástrofes que se encarga de su aplicación en ciencias sociales, y más concretamente del estudio del comportamiento humano ante sucesos calamitosos, viene a predecir de una forma muy aproximada la tipología de supervivientes en un caso como el del ferry MS Estonia, en el que únicamente una de cada diez personas sobrevive. ¿A ver si sois capaces de adivinar cuál…?


 

Conclusión: ¿quién maneja mi barca?

A diario, los medios nos acosan con noticias que pareciesen específicamente diseñadas para alarmarnos e incrementar nuestra sensación subjetiva de inseguridad. Informaciones de dudosa procedencia aparentemente destinadas a desvelar la indecencia y la falta de pericia por parte de las autoridades en las que confiamos la conducción y el rumbo de nuestros designios como grupo. Hasta el punto de que, en función de la estrechez del umbral de aprensión y sugestión de cada cual, podríamos llegar a sentir la misma fragilidad e indefensión, la imposibilidad de escapar a un destino fatal, que afligirían a los pasajeros de un autobús que, en manos de un conductor torpe, transitase por una estrecha carretera de montaña, asomándose peligrosamente al abismo en cada curva. La impotencia y la inseguridad que sufre el individuo aislado en la sociedad moderna, después de haberse liberado de todos los vínculos que en otro tiempo otorgaban significado y seguridad a su vida, se asemejan mucho a ese angustiante vértigo que nos atenaza cuando somos conscientes de que nos hallamos en el interior de un vehículo colectivo que, en manos de un capitán traicionero y negligente, parece condenado a salirse de la pista, escurrirse por una ladera y precipitarse al vacío, antes de estrellarse y explotar en mil pedazos en el fondo de un despeñadero.

Abrumados por nuestro aislamiento, sin la posibilidad de contrastar la fiabilidad de nuestras fuentes informativas, carentes de un punto firme dónde asirnos, ni referentes estables para orientarnos, recelamos de nuestros dirigentes, desconfiamos de las estructuras en las que nos integramos, nos lacera la duda acerca de nosotros mismos, del significado de la vida y, por fin, de todo principio rector de las acciones. De pronto la situación se vuelve insoportable. Sentimos cómo la sangre se niega a circular por nuestro rostro, el escalofrío de la exposición recorre nuestra espina dorsal, la amenaza de un peligro invisible pero inminente…; la parálisis que precede a la reacción instintiva. Casi somos capaces de registrar el apagón producido en nuestro neocórtex y la amígdala asumiendo el control, como tantas y tantas veces tuvo que hacer en el pasado más remoto.

De pronto alguien (en este caso Ebba, la mujer de Tomas) grita, chilla, brama… Es la expresión oral del miedo, que tan siquiera precisa de ser modulada o articulada. Adopta la forma de un mugido o un aullido, remitiéndonos a su origen animal. Como si de un diapasón atávico se tratase, el alarido tiene la capacidad de proporcionar el timbre adecuado para hacer vibrar la emoción de la masa y provocar la reacción convulsiva, insensata, irracional… De tal modo que, en mitad de un puerto de montaña, con un indefinido pero prometedor número de kilómetros que recorrer a pie y con el frío de la noche cerniéndose sobre sus cabezas, todo el pasaje (con la excepción de ese fantástico contrapunto hecho mujer y llamado Charlotte) se ve impelido a abandonar el autobús por su cuenta y riesgo, y caminar por primera vez en toda su vida (al menos la parte de vida de la que hemos sido testigos) hacia un destino incierto, completamente improvisado. En su huida instintiva de esa abrumadora amenaza subjetiva ahora se ven expuestos. Tratando de protegerse se han quedado desprotegidos. De repente son vulnerables…

El Cuarto Estado Fuerza Mayor

Como en ese desasosegante y al mismo tiempo esperanzador lienzo sobre ‘El Cuarto Estado’, de Giuseppe Pellizza da Volpedo, sus protagonistas se han puesto en marcha motivados por una misma emoción. Todas y cada una de las personas que componen la escena se sienten “conectados”. Pero ¿qué es esa embriagadora sacudida que les vincula entre sí, que les incita a solidarizarse con unos perfectos desconocidos, a empatizar con ellos y a caminar a su lado, con determinación, hacia un mismo destino…? Aún no saben reconocer esa sensación porque es precisamente la que les han enseñado a reprimir, la que se han empeñado en ocultar, con tal de no sentirla… Y, sin embargo, hace tiempo que ninguno de ellos se siente tan vivo. Es como si esa conexión humana dotase de nuevo de sentido y finalidad a sus existencias… De pronto alguien saca un paquete de cigarrillos y nos ofrece uno. Automáticamente lo rechazamos: fumar nos haría sentir vulnerables y llevamos tanto tiempo resistiéndonos a la tentación que…, precisamente ahora no… Pero es que es precisamente ahora cuando estoy sintiendo esta… (¿cómo lo has denominado…?), ¿vulnerabilidad…? ¡Así que era esto! Cambiamos de opinión y aceptamos ese cigarrillo… Sentimos el humo llenando nuestros pulmones y la nicotina haciendo su magia… ¿Vulnerabilidad, dices…? ¡Pero papá…, ¿tú fumas?! Conocemos perfectamente la sensación que nos embarga a continuación, así como la respuesta que correspondería dar a nuestro hijo para ir a juego con ella. Es nuestra vieja amiga la vergüenza, ofreciéndonos una vez más el áspero albornoz de la mentira, con el que ocultar nuestra vulnerabilidad. Y de repente –siempre hay un de repente- un no se transforma en un sí, una excusa deviene en sonrisa, y ese inoportuno apéndice se convierte en nuestro hijo. Espoleados por nuestra vulnerabilidad nos sentimos, por vez primera, desde la más brutal honestidad, padres de esa criatura.

«No soy suficiente bueno». Resulta que este mantra, que hasta el momento no paraba de repetirse en nuestras cabezas, ha desaparecido. “Soy defectuoso; tengo taras; no soy suficientemente rico, inteligente, brillante, delgado o popular…”. De pronto este tipo de axiomas, que parecían inamovibles y que corroboraban la insoportable vulnerabilidad de nuestro ser, han desaparecido, liberando espacio para una nueva y deslumbrante sentencia que sabe y huele a verdad primigenia: para que exista conexión con los demás debemos dejarnos ver; dejar que nos vean como somos espontánea y genuinamente. Por primera vez, desde hace mucho tiempo, nos sentimos imbuidos de un fortísimo sentimiento de amor propio y, al mismo tiempo, de pertenencia. Por primera vez en mucho tiempo nos sentimos dignos.

Ya no necesitamos seguir sintiendo rencor por Charlotte, por su insólito estilo de vida, porque haya sido la única en no descender del autobús en pos de la masa. Ahora entendemos que no lo ha hecho porque su vida se defina en contraste con la de los demás, haciendo exactamente lo contrario de lo que haría la mayoría. Ahora comprendemos que no es así: que eran nuestros prejuicios, el miedo a reconocer nuestra vergüenza, el asombro que nos producía que ella fuese perfectamente capaz de vivir en armonía con su propia vulnerabilidad, los que nos llevaron a opinar sobre su escala de valores, a calificarla, a apartarla, a difamarla en privado y posteriormente, incluso, a escarnecerla en público. Sólo ahora somos capaces de comprender la profunda brecha que separa a los que, conectados con los lazos del amor y la pertenencia, piensan que son dignas de amor y pertenencia y luchan por conservar esa dignidad, y aquellos otros que siempre están preguntándose si serán suficientemente buenos para merecerse formar parte del grupo. Las personas como Charlotte conectan con los demás, y esto es lo difícil, como resultado de su autenticidad. Son capaces de renunciar al papel que la sociedad les tiene reservado, para ser lo que en su fuero interno saben que son y quieren ser, que es absolutamente lo que se tiene que hacer para conectar.

Ahora entendemos que puede haber personas que, sencillamente, tienen el coraje de ser saber que son imperfectas y vivir en armonía con eso. De esa forma encuentran la compasión para ser amables con ellas mismas primero y luego con otros -pues no podemos tener compasión de otros si no podemos tratarnos a nosotros mismos con amabilidad-, de ahí que Charlotte no criticase ni se opusiera al abandono del autobús por parte del resto del pasaje, pero tampoco pusiera en tela de juicio la profesionalidad del chófer ni su capacitación para conducir el autobús hasta su destino final. Östlund prefiere dejar que el espectador saque sus propias conclusiones, pero lo cierto es que es bastante probable que sea precisamente la actitud humilde, compasiva, espontánea, honesta, asertiva y digna de Charlotte la que le permita ser la única persona de toda la expedición que logre sobrevivir a las vacaciones.

Así pues, independientemente de que nos hayamos sumado al nutrido grupo de caminantes, o hayamos permanecido al lado de Charlotte dentro del autobús, aún nos quedan por delante quilómetros y quilómetros de reflexión. Cada cual para sus adentros haremos bien en aprovechar el camino para calibrar nuestro grado de autoconocimiento, nuestra competencia emocional y la distancia que media entre nuestra verdadera naturaleza y nuestra razón. No estaría de más que, a medida que vamos dando pasos, tratemos de identificar los métodos que solemos emplear para evadir nuestra libertad individual, acogiéndonos a fórmulas notoriamente caducas bajo el pretexto de que nos las impone la sociedad, a cambio de esa frágil ficción de seguridad que nos aporta sentirnos parte de un grupo. ¿Se deben realmente nuestra desesperación, nuestra inseguridad, la degradación de la vida ciudadana, la insensatez de nuestros modelos familiares, de nuestras comunidades y, en suma, de toda nuestra sociedad a causas de Fuerza Mayor…? ¿O deberemos reconocer que, exhibiendo una negligencia sin parangón, volvemos a transitar una y otra vez, voluntaria e indolentemente, por caminos probadamente peligrosos e ineficaces, arrastrando en nuestra caída a nuestros hijos, los únicos que en puridad pueden alegar desconocimiento, indefensión e inocencia…?

¿Acaso es la libertad la causa de esta suerte de descomposición social acelerada, el signo de los tiempos de esta época en la que el egoísmo, la violencia y la mezquindad espiritual parecen socavar la bondad de nuestra vida colectiva…? ¿O existe, por el contrario, un estado de libertad positiva en el que el individuo disfruta de su independencia sin hallarse aislado, sino unido al mundo, a los demás hombres y a la naturaleza? Tradicionalmente, los filósofos idealistas han creído que la autorrealización sólo podría ser alcanzada por medio de la faceta intelectual. Insistieron en la división de la personalidad humana, suprimiendo la naturaleza y conservando la razón. La consecuencia de esta separación fue la de frustrar no solamente las facultades emocionales del hombre, sino también las intelectuales. La razón, al transformarse por medio de la previsión más exhaustiva, el condicionamiento operante y la aplicación de un estricto protocolo de punición para los casos que, pretenciosamente previstos, se desviasen de la norma, se volvió ella misma cautiva, frustrándose de este modo ambas vertientes de la personalidad humana. Ojalá que antes de que concluyan definitivamente los créditos, o de que el próximo recodo del camino nos ofrezca una nueva distracción que venga a entorpecer la consolidación y respuesta de estos interrogantes, seamos capaces de vislumbrar el ineludible imperativo moral que se alza frente a nosotros.

Somos la generación de adultos más endeudada, más enferma, más obesa, más medicada y con mayores tasas de adicción de la historia. ¿Por qué? “El problema radica en que no se puede insensibilizar selectivamente una emoción –nos sugiere la investigadora Brené Brown en ‘El Poder de la Vulnerabilidad– sin insensibilizar otros afectos. No puedes desenchufar selectivamente lo malo sin anular la dicha, sin desconectarte de la belleza. Al insensibilizar la vulnerabilidad, insensibilizamos también la gratitud, la felicidad. Y luego nos sentimos miserables y necesitamos encontrarle un sentido a nuestra vida. Precisamente el sentido que, cegados por nuestro miedo y la vergüenza a reconocernos vulnerables, acabamos de invalidar”.

Si el individualismo y la competencia han sido los dos pilares sobre los que el capitalismo y la expresión del yo han alcanzado mayores cotas a lo largo de la historia de la humanidad, lo fueron sin duda porque hasta cierta etapa del crecimiento del sistema, había espacio para un sinnúmero de unidades económicas. Sin embargo, hace ya mucho tiempo que entramos en una fase crítica en la que únicamente un número reducidísimo de actores está en condiciones de ejercer la iniciativa individual. Y, del mismo modo que Moisés o Mahoma, escalaron el Sinaí y el Hira respectivamente para encarar a sus dioses y pactar con ellos una entente cordial, quizás también nos haya llegado a nosotros la hora de descender a las ruinas del World Trade Center para esclarecer si deseamos seguir viviendo bajo la égida de este furibundo leviatán que se alimenta de nuestros temores y nuestra codicia o, si por el contrario, nos hallamos moralmente preparados para asumir el reto de nuestro tiempo: perder el miedo a dejar de ser insignificantes. Abrazar y fomentar un nuevo modelo de desarrollo basado en el autocontrol y altruismo, en el respeto por la naturaleza y la empatía hacia nuestros semejantes. Sólo mediante un esfuerzo consciente de toda la sociedad, y merced a un grado de descentralización capaz de garantizar la cooperación activa, real y genuina, así como la fiscalización del conjunto del sistema por parte de sus unidades más pequeñas, escribiremos el siguiente capítulo de la historia humana: aquel en el que creemos una organización de las fuerzas económicas y sociales capaz de hacer del hombre el dueño de tales fuerzas y no su esclavo.

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Rubén Chacón

Periodista, publicista, colaborador habitual en distintos medios, autor de El Sorprendedor (Temas de Hoy, 2011), diseñador de juegos, cantante de End of Party, cinéfilo empedernido y padre de dos hijos.

3 comments

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  1. Sergio 6 agosto, 2015 at 16:32 Responder

    Pedazo de artículo inspirador y contundente que supera la ficción de la que parte!!!!

    Unamuno dijo: “El egoísta es el que defiende y exalta sus intereses, sus cosas, no a sí mismo, al yo que es, y el egotista es el que se defiende y exalta a sí mismo, al yo que es”.

    Nos olvidamos de que el desarrollo de la individualidad tiene que guardar las condiciones mínimas y básicas de intimidad. Un enfrentamiento del yo frente a nuestras cosas, favorables o mediocres, sin mediación de ninguna red social o escaparate exhibicionista. El yo a pelo. Un asunto de fuerza mayor (mente).

    Felices vacaciones egotistas!!!

    • Rubén Chacón 12 agosto, 2015 at 23:25 Responder

      Querido Sergio: Aunque mi terrible miedo a dejar de ser insignificante prefiera deducir de tu generosa comparación que si en algo supera esta reflexión a la ficción en la que se inspira es en el tiempo que precisa para ser abordada por completo, y sólo mi faceta egoísta se atreve flirtear con los delirios de grandeza con los que me tientas, es en realidad el egotista que hay en mí el que te escribe para ofrecerte el profundo agradecimiento que me haces sentir. Gratitud por por partida doble, pues no sólo has demostrado una valentía encomiable; ante todo por dedicarme el bien que mas valoro: el preciosísimo tiempo que supone aceptar el reto de seguir el hilo de este intrincado pensamiento para reunirte conmigo en el centro de este apasionante laberinto y sentarnos frente a esa taza de café virtual para calcular juntos la extrema delgadez de la linea roja que separa nuestros instintos de las convenciones sociales y que hemos bautizado como libre albedrío… De entre los pocos aspectos positivos que tiene pensar de esta forma tan minuciosa y extensiva que acostumbra mi cabeza, destaco por encima de todos que me permita lo que personalmente más valoro de esta onerosa actividad: corresponderte con la misma moneda; tener la impagable oportunidad de sembrar unos minutos maravillosos con la esperanza de ver germinar y establecer un vínculo entre lector y escritor, trocando esta vez los papeles. Jamás podré hallar mas alta remuneración… Gracias también por emocionarme involuntariamente al acertar con la cita de Unamuno, pues aunque pudiera resultar efectista, has de creerme si te digo que fue precisamente una reflexión muy semejante la que me puso en este fantástico camino que es ir dejando por escrito con hilo de plata un tornasolado rastro para no perderme en este desafiante laberinto que es el vivir con forma humana. Gracias Sergio por tu compañía, por tus aportaciones y por el rico café. Será un verdadero placer tomarse otro cuando tú quieras. Hasta pronto (espero), Rubén

  2. Sandra 6 septiembre, 2015 at 19:40 Responder

    Excelente artículo!
    Me he quedado embelesada frente a la pantalla (a pesar de que odio leer textos tan largos en el ordenador). Sencillamente no podía parar y me intrigaba mucho de qué forma concluirías… Me alegro mucho de haberlo leído hasta el final: me ha sorprendido y, por otra parte era exactamente lo que deseaba leer. Gracias a ti se puede decir que hoy he aprovechado el día. Un saludo. Sandra.

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