Lourdes (3ª parte) – Cuando elegimos ser esclavos (pero especiales)

Previamente (parte 1)…

Previamente (parte 2)…

Admitir que toda nuestra existencia es fruto de la casualidad nos provoca un vértigo insoportable. Creer en el azar no nos deja más opciones que constatar que no existe ningún plan maestro y, por tanto, decidir entre estar infinitamente agradecidos porque todo fluya para que podamos ser, o no. Ante la posibilidad de creernos todos iguales en el caos más absoluto, hemos elegido depositar nuestra esperanza en una dictadura en la que algunos de nosotros somos más especiales que otros. Y en la que el tiempo, dios mediante, se encargará de demostrarlo. Ese, y no otro, será el momento de exclamar: ¡milagro!

Está usted aquí

Está usted aquí

¿Sabes por qué, en todo el universo conocido sólo hay un insignificante puesto destacado de la Vía Láctea capaz de sustentarnos? ¿Por qué estamos, en un grado casi sobrenatural, a la distancia exacta del tipo exacto de estrella? ¿Nunca te has preguntado por qué orbitamos donde lo hacemos, o por qué la Tierra habría sido inhabitable si hubiese estado sólo un 1% más alejada del Sol o un 5% más cerca…? Es muy sencillo, porque si no hubiese sido así, jamás habría existido un pueblo egipcio sobre el que el dios Ra se alzase cada día para velar por sus designios desde el firmamento.

¿Sabes por qué es relevante que, desde el fondo de la fosa oceánica más honda hasta la cumbre de la montaña más alta, la zona que incluye el total de la vida conocida tenga un espesor de sólo unos 20 kilómetros? ¿Por qué tendría que pasmarnos que los humanos procedamos de un ser vivo que tomó, hace 400 millones de años, la arriesgada y azarosa decisión de arrastrarse fuera de los mares, para pasar a residir en tierra y respirar oxígeno -total, si solamente el 99,5 % del volumen del espacio habitable del planeta queda, en términos prácticos, completamente fuera de nuestros límites-. Pues porque si no hubiese sido así, jamás habría existido un pueblo hebreo al que Yavhé hubiese tenido la ocasión de liberar de la esclavitud en Egipto.

Como divulga deliciosamente Bill Bryson en ‘Una Breve Historia de Casi Todo’, el universo es un lugar asustadoramente voluble y lleno de acontecimientos. Y, fíjate tú qué casualidad que toda una cadena de accidentes inconcebiblemente compleja, que se remonta a unos 4.000 millones de años atrás, de una manera determinada y en momentos muy específicos, se haya dado exactamente del modo adecuado para que Jesús de Nazaret, midiese lo que medía, tuviese manos y pies en lugar de aletas, de forma que pudiera ser condenado por un tribunal judío a morir crucificado y no asado al espetón.

¿A ver cómo crucificas a este “bicho”?

¿A ver cómo crucificas a este “bicho”?

La probabilidad de que a lo largo de miles de millones de años, las causas y los efectos se hayan dispuesto de tal manera que ahora puedas estar leyendo esto es mucho más pequeña que las posibilidades que tiene un enfermo de cáncer o de esclerosis múltiple de sanar espontáneamente. Y, sin embargo, tal como sucede en ‘Lourdes’, preferimos mil veces denominar como milagrosos a estos injustos, arbitrarios e imprevisibles “fallos del sistema”, frente a la abrumadora, tenaz y asustadora certeza de que el verdadero milagro está ocurriendo constantemente, en todas partes a la vez, con asombrosa precisión. ¿Por qué…?

Mal que nos pese, llevamos eones aferrándonos a infantiles e insostenibles sistemas de creencias que nos hemos dado para mantenernos a una distancia prudencial de ese vertiginoso abismo al que nos da pavor asomarnos, porque todo apunta a que en él no hay más que la más absoluta de las casualidades. Paradójicamente, la sospecha de que todo nuestro mundo no sea más que un inconcebible y milagroso fruto del azar, en lugar de provocarnos regocijo e infinito agradecimiento porque todo se haya desenvuelto de esta manera tan extraordinariamente quimérica, parece dejar desconsolados y en el umbral de la locura a quienes, esquivando todas las medidas de seguridad han decidido aproximarse al precipicio.

Desde nuestra más tierna infancia, la curiosidad humana es infinita. Jamás se agota en su trajín de encontrar la respuesta a un por qué. Sin embargo, como bien sabemos los que tenemos niños, una contestación es la más tentadora invitación a formular otra pregunta. Los que seáis padres (o tutores e incluso docentes) conoceréis bien esa paradójica mezcla de sensaciones que se produce al responder a una cuestión formulada por un niño. Pues si por un lado experimentamos un gratificante barniz de autoridad, por el otro somos conscientes de que, más tarde o más temprano, la curiosidad del infante se aproximará inexorablemente a los límites de nuestro conocimiento empírico. Inevitablemente, la siguiente cuestión está destinada a equilibrar la contienda: al reconocer su ignorancia frente al próximo por qué, niño y tutor, alumno y maestro quedan igualados.

Este sería un magnífico momento para incentivar la curiosidad propia de la juventud, para delegar la responsabilidad de continuar ampliando las esferas del conocimiento humano en las nuevas generaciones, para reconocer que somos finitos, para admitir que nuestros vastos saberes son insignificantes en comparación con la inmensidad de nuestras ignorancias, para agradecer con regocijo que aún queden preguntas por responder, porque es muy probable que el día que seamos capaces de responder a la última coincida con ese otro en que perderemos irremisiblemente la condición que nos caracteriza como especie.

Pero también existe otra posibilidad… Una con la que tristemente parece que nos hemos aficionado: frente a la actitud madura y responsable de reconocer nuestra ignorancia, se halla la artera y ventajista posibilidad de inventarse las respuestas. ¿Por qué haría alguien esto…? Ya lo dijimos anteriormente: porque (aunque sea de una forma indigna) le reviste de autoridad, porque (aunque sea de una manera prevaricadora) le hace sentir especial, porque (aunque sea de una forma abyecta) se sabe admirado… Porque, en definitiva, (aunque sea de una manera injusta), le otorga poder.

Es también cierto que no todos los que aportan una respuesta inventada (y por inventada me refiero a todas aquellas contestaciones que no hayan sido contrastadas empíricamente por el inquirido -no estoy dispuesto a ser condescendiente con aquellos que aleguen no ser conscientes de haber estado recurriendo a falsas creencias) lo hacen -al menos como principal motivación- guiados por un afán de protagonismo. Es cierto que recurrimos con frecuencia a las denominadas “mentiras piadosas” bajo la creencia de que, de ese modo, ahorramos sufrimiento y frustración al inquisidor. De hecho, existen estudios que tratan de avalar esta tesis. Incluso Erich Fromm, uno de los teóricos que más respeto me merecen, afirma (como veíamos en reflexiones anteriores que la mayoría de nosotros no estamos preparados para un simple encogimiento de hombros por respuesta.

Al parecer, no podemos soportar misterios sin solución positiva. “Sencillamente no escucharemos, no comprenderemos y no estaremos de acuerdo” si argüimos la casualidad o la ignorancia como únicas respuestas. Y aunque mi naturaleza combativa me lleva a discrepar, acogiéndome sin más a la imposibilidad de constatar esta afirmación empíricamente (toda vez que llevamos milenios instalados en el autoengaño y jamás hemos probado a educar a una generación entera dentro de las fronteras de una franca consciencia de nuestra ignorancia), me veo obligado a claudicar ante el último argumento que esgrime Fromm al decir que “habrá que admitir que, si evitar el dolor y gozar de las mayores comodidades fuesen los valores supremos de una sociedad, el engaño, en efecto, sería preferible a la verdad”.

La simple y cruda realidad es que admitir que toda nuestra existencia (desde la teórica explosión primigenia de este universo, hasta el momento en que te hallas ahora mientras lees esta reflexión) es fruto de la casualidad nos provoca un vértigo insoportable. Por contra, nos sentimos más inclinados a creer que existe una causa creadora, por más que ésta haya incluido la injusticia, la desigualdad y la conciencia de este desequilibrio en su obra. Creer en la casualidad no nos deja más opciones que constatar que no existe ningún plan maestro y, por tanto, decidir si estar infinitamente agradecidos porque todo fluya para que podamos ser, o no…

Por millares habrán de acudir los fieles a los nuevos vaticanos

Por millares habrán de acudir los fieles a los nuevos vaticanos

De ahí que hayamos preferido concebir a un legislador supremo, a un demiurgo arbitrario y veleidoso que, imprevisiblemente, posa su mirada sobre algunos elegidos, a los que escoge para indultarles y eximirles de cumplir las desequilibradas leyes por él estipuladas. Por eso, ante la posibilidad de creernos todos iguales en el caos más absoluto, hemos elegido depositar nuestra esperanza en una dictadura en la que algunos de nosotros somos más especiales que otros. Y en la que el tiempo, dios mediante, se encargará de demostrarlo. Este, y no otro, será el momento de exclamar: ¡milagro! Este, y no otro, será el momento de convocar a los aedos, a los poetas, a los bardos…, a los vates, para que compongan bellas e instructivas composiciones a través de las cuales asombrar e instruir a las generaciones venideras.

Por millares habrán de acudir los fieles al vaticanum a escuchar y contemplar la buena nueva… Todos ellos albergando, en lo más profundo de sus corazones, que su dios se sirva de ellos para asombrar al resto de la humanidad, todos ellos con la esperanza de que se ponga de manifiesto lo que, en lo más hondo de su ser, saben desde que tienen uso de razón: que son seres especiales. Sin embargo no será este, sino otro el momento al que os emplazamos para que os embarquéis en un apasionante viaje que nos habrá de llevar desde las pinturas rupestres hasta los blockbusters actuales; durante la ruta os sorprenderéis al averiguar el origen de los modernos coaches y paladines de la autoayuda, en una peregrinación que os promete atravesar el Mar Rojo para llevaros a Disney World, con parada y fonda en La Meca. ¿Estáis preparados…? 

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Rubén Chacón

Periodista, publicista, colaborador habitual en distintos medios, autor de El Sorprendedor (Temas de Hoy, 2011), diseñador de juegos, cantante de End of Party, cinéfilo empedernido y padre de dos hijos.

2 comments

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  1. Samuel 30 noviembre, 2015 at 22:05 Responder

    Hola Rubén, aceptando el reto de hace unos minutos te diré que la pregunta que te iba a hacer incluso vale para esta tercera reflexión tuya que ahonda y pone todavía más salsa argumental en la incomible comida que nos sirven las macrocreencías.

    La casualidad, la razón, la lógica, todo lo que nos lleva a intentar explicar la efímera existencia del ser humano y sus circunstancias temporales no es capaz de competir con lo que nos reconforta por un segundo.

    La ignorancia es muy atrevida y compite con toda la sabiduría existente si nos hace especiales y nos propone aquellas cosas que nos alejan de la nada. Cuanto más se sabe más se abre el abanico de lo desconocido, este o no escrito ya.

    Para las personas que no aspiramos a más, todo lo que buscamos es una explicación coherente de la probabilidad, los sucesos, la lógica, etc buscaremos una y otra vez en nuestro interior nuestros sentimientos sin creernos predestinados, ungidos, o seres únicos y con esto tenemos bastante para transitar por esta vida pero…no a todo el mundo le reconforta eso.

    Te lanzo la pregunta.. y si no tenemos bastante y si hay seres humanos que necesitan tener fé (sinónimo de sin explicación), necesitan que les reconforten aunque sea cualquier ser sobrenatural, ¿podemos nosotros con nuestras explicaciones plenas de lógica, de razonamiento, de ideas, competir con lo inexistente si piensan que eso les salvará aquí o en algún momento o lugar posterior?.

  2. Rubén 2 diciembre, 2015 at 12:06 Responder

    ¡Buenos días Samuel!
    A juzgar por las conversaciones previas deduzco que debemos tener una forma de discurrir muy similar. Pues ya no estoy seguro de si soy yo el que intuyo las preguntas o eres tú el que, a lomos de la reflexión, oteas el horizonte de lo que está por venir… Sea como fuere, sí hay algo que se percibe con total seguridad por tu forma de razonar y plantear las preguntas, y es la atención y la concentración que dedicas a leer lo que escribo. Y eso es algo que te agradezco enormemente.

    Te cuento todo esto porque estoy precisamente ahora amasando la arcilla de una nueva reflexión que lo tiene todo que ver con una cuestión que me preocupa sobremanera: el atractivo que para muchos jóvenes occidentales posee el vincularse con un movimiento fanático, que combina lo paramilitar con lo religioso, para obtener una fórmula terrorífica y suicida. Fíjate qué cotas de desesperación y necesidad de atención no habrán tenido que alcanzar estos jóvenes para hallar en estas causas, apriorísticamente ajenas a ellos, los métodos para hacerse notar, para que los demás perciban que ellos también existen (o existieron), para encontrar un relato que le dé algún sentido a sus vidas… En suma, un espacio y un tiempo en los que sentirse especiales, quizás por primera vez en sus vidas.

    Es curioso, porque diversas madres de chicos y chicas europeos, canadienses, estadounidenses…, fallecidos por la causa del Estado Islámico que se están asociando por todo el mundo, se preguntaban exactamente lo mismo que tú. No alcanzaban a entender cómo ni por qué sus retoños se habían visto cautivados por una idea «tan absurda, loca e irreflexiva, como para abandonarlo todo: familia, amigos, comunidades…». Cuando la respuesta a su pregunta está justo delante de nuestras narices pero no queremos verla: para muchos ya, pero sobre todo para estos chicos y chicas -porque en el 100% de los casos son productos de hogares rotos, de familias desestructuradas, víctimas de abusos y chanzas, hazmerreíres en sus pueblos…- no hay nada tan absurdo, loco e irreflexivo como autoengañarse colectivamente bajo la creencia de que vivimos en familias, rodeados de amigos y perteneciendo a comunidades, cuando la pura y dura realidad -al menos la atroz realidad que viven estos jóvenes- es que hace tiempo que esto dejó de ser verdad.

    Las yihhads, sean del tipo que sean, se nutren de seres maltratados y repudiados por las sociedades en las que nacieron. Seres inseguros e indefensos, desnutridos de amor, de espacios y de tiempos, que por una simple caricia, una simple mirada, una simple sensación de pertenencia, serían capaces de matar y morir en un mismo acto catárquico que combina con una perfección terrorífica las ansias de venganza y las necesidades de llamar la atención, de sentirse especiales…, aunque sea por primera y última vez en sus vidas.

    No sé si con esto respondo a tu pregunta. Pero al menos te mando un abrazo.
    Rubén.

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