Otros días vendrán (2005), de Eduard Cortés

Otros días vendrán Otros días vendrán

Hace dos noches me encontraba tendida en el sofá ante el televisor, protegida con mi mantita de chenilla color otoñal, espantando mis pensamientos sombríos en la frivolidad de alguna serie intrascendente. Por azar, el zapping se detuvo en una película ya comenzada. Encontré a Cecilia Roth cuando se disponía a quedar a través del chat con un jovencito de diecisiete años, que bien podría ser su hijo. Recordé haberla visto años atrás, pero decidí restar noventa minutos a mi metódico reposo nocturno para sumergirme en la magia de la visión de las vidas ajenas. Adoro el cine que me hace pensar, que me lleva a sentir con los actantes de historias que no son las mías, que plantea unos problemas que tal vez no he vivido, pero que encierran la clave que me permitirá temporalmente escapar del laberinto de mi propia vida.

—Atención, a continuación el texto contiene spoilers—

La protagonista ahogaba su soledad de amor – que ni siquiera la presencia de su hija adolescente podía llenar – en encuentros fortuitos con hombres que nada tenían que ver con ella, tras los cuales el vacío se agrandaba hasta sumirla de nuevo en un abismo emocional. Sobrestimó sus fuerzas y se lanzó al torbellino arrollador de las palabras excitantes de aquel muchacho joven, sucumbió al fresco elogio de aquella carne nueva, de una pasión tan viva que realizaba el milagro inesperado de rejuvenecer su alma y sus entrañas. Consciente de su locura, arrancó en ciernes la flor de la ilusión. La juventud olvida fácilmente, mas aquel muchacho de sonrisa de luz, náufrago a su vez de una infancia infeliz, siguiendo los pasos de su madre, se arrebató la vida. Nunca lo supo ella. Quiso la caprichosa fortuna poner en su camino al padre del pobre desdichado. Quiso asimismo unirlos, aferrados al cabo del olvido de su historia pasada. No recordaba el final y temblé cuando Antonio Resines descubría que la mujer del chat que había llevado a su hijo al suicidio no era otra que la mujer que él ya había comenzado a amar. Temí que el afán de saber lo que está oculto levantara una muralla infranqueable de rencores. Pero Luis, que así se llamaba el protagonista, sabía, a pesar de no ser excesivamente inteligente, que la memoria asesina al amor y prefirió no hacerla sabedora de su descubrimiento, eligió olvidar cada uno de los momentos anteriores, menos aquellos en que la luz de la sonrisa ávida de ternura de Amelia le había devuelto la esperanza de otros días mejores.

 Con la canción de cierre de la película (el poema de Neruda Otros días vendrán) mi corazón salió de la deriva y sentí compasión por todos aquellos que, náufragos como yo, buscan asidero a sus penas por diferentes vías: quienes ahogan en alcohol su soledad callada, quienes recogen el cabo que les lanza un amor no compartido por no sentirse solos, quienes aceptan de buen grado la compañía inconveniente por compartir el abismo en que se hallan, quienes se evaden en la soledad sonora de las noches de juerga, quienes aceptan prebendas a cambio de interesada compañía, quienes escapan al ruido del silencio de sus casas, perdiéndose en la anónima compañía de las masas, quienes, como yo, exploran una y otra vez los diferentes caminos del laberinto confundiéndose en amores errados… Náufragos todos en busca de otros días.

Otros días vendrán

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