«Haneke, con Happy End, vuelve a firmar una obra maestra y vuelve a ofrecernos los pequeños alaridos de una sociedad que debería gritar mucho más»
La conexión de Happy End con prácticamente todas las obras anteriores de Michael Haneke es evidente. En algunos casos, parece incluso que haya decidido continuar sus historias eliminando los sentimientos, acercándolas a aquella desesperanzada visión de El fuego fatuo, de Louis Malle.
Una familia burguesa vive al margen de los problemas cotidianos de sus conciudadanos hasta que estos les afectan directamente, debido a un accidente laboral. No hay espacio para humanidad ni lamentos, es el momento de actuar para no perder ni una pizca de fortuna. A todo ello se une la mirada de una recién llegada, la hija del primer matrimonio de uno de los protagonistas. Ella no trastoca demasiado la vida de este egoísta grupo de individuos neoliberales, simplemente les observa de una forma nueva, intenta comprender el porqué de tanta frivolidad frente a un mundo que se muere por culpa de sus acciones.
Es en esta observación donde descubrimos al personaje que se asemeja al pensamiento de la obra de Malle. Se trata del abuelo, interpretado por Jean-Louis Trintignant. Incapaz de seguir soportando el dolor de un pasado trágico y recluido en una casa demasiado grande para tan pocas palabras, el anciano encuentra en esa niña la única posibilidad para liberarse de su secreto.
Haneke vuelve a firmar una obra maestra y vuelve a ofrecernos los pequeños alaridos de una sociedad que debería gritar mucho más. Su filme presenta escenas de una realidad gris donde, aunque no hay buenos ni malos en sentido estricto, nacen víctimas y verdugos. Los primeros intentan huir de su condición, los segundos se aprovechan de ella. Haneke deja en evidencia una vez más a esa Europa sin fronteras que, en realidad, ha construido dos inmensos muros: el que evita a los refugiados y el que margina a la clase trabajadora.