A través de tres películas, estrenadas entre 2016 y 2020, Nicolas Pesce ha demostrado que sus obras, todas ellas oscuras, desoladoras e irónicas, constituyen la mejor herramienta para el conocimiento de las estructuras sociales (y el papel que las pulsiones humanas han tenido en su formación) desde El mundo como voluntad y representación, de Schopenhauer, o El malestar en la cultura, de Freud.

Cuando el año pasado, tras dos propuestas independientes, The eyes of my mother y la adaptación de Piercing, de Murakami (Ryū, no Haruki), anunció una nueva entrega de la saga japonesa La maldición, no sabíamos muy bien qué pensar. Tras la larga lista de producciones originales y remakes americanos, no parecía muy necesario desarrollar ningún otro proyecto en este sentido. Aún y todo, al estrenarse recientemente en plataformas digitales, muchos nos acercamos a ella para ver lo que el director de Piercing había planteado.

La sorpresa no pudo ser mayor. Ya no estábamos ante el tópico de entretenimiento que habían sido las últimas entregas del formato. Ahora era una película de Pesce, una continuación de las obsesiones tratadas en sus dos anteriores filmes. La maldición tiene muchos sustos efectistas y sigue una gran cantidad de clichés, pero también ofrece una mirada desilusionada, una serie de personajes que nos apasionan por su nihilismo y otros que lo hacen por su capacidad para tratar de encontrar esperanza en el horror.

Muchos cineastas contemporáneos han convertido en un tópico el advertir un susto que finalmente no ocurre. Lo que antes parecía novedoso, huir del sobresalto evidente, ahora ya no es más que un banal truco frustrante para el espectador. Pesce no entra en ese juego, se involucra con sus referentes y nos introduce en una atmósfera insana que no termina nunca, que no simplifica el terror y que, gracias a ello, no se convierte en un producto comercial más.

Pesce ha demostrado ser uno de los directores independientes con más talento del panorama actual. Capaz de crear historias extremas que representan instintos universales. No somos ninguno de sus personajes y, a la vez, somos todos ellos.