Daenerys Targaryen: de la revolución a las tragaperras online

La serie Juegos de Tronos puede ser analizada desde dos perspectivas: por un lado, sus méritos artísticos, y por el otro, su éxito comercial. En cuanto a los méritos, están sin dudas relacionados con las buenas actuaciones y el excelente guión, pero sobre todo con el holgado presupuesto, que pareciera ser la verdadera estrella del show. Eso está también vinculado a la buena acogida de la audiencia y del mercado. Sin embargo, lejos de realzar las virtudes artísticas del producto, el éxito comercial hace que se vulgarice y deprecie, que el cine ingrese al mundo del fetichismo de la mercancía, donde la imagen de Jon Snow representa un combo de McDonald’s o la lucha entre vivos y muertos es un producto de consumo. Muy simbólicamente, el imaginario de Juego de Tronos ha sido tomado hasta por los casinos: se puede jugar una demo de un tragaperras online en este sitio.

La banalización del arte al acercarse a las grandes masas parece ser inevitable, y a veces el artista se encuentra preguntándose si no valdría más una audiencia pequeña y selecta.

La gran mercantilizada de esta serie es sin dudas Daenerys Targaryen. Eso quizás responda más a las intuiciones de los directores, David Benioff y D. B. Weiss, que a las intenciones del autor de la saga, George Martin, puesto que el último libro aún no había sido terminado cuando el papel de Daenerys cayó en la más profunda degradación. Este despropósito estético, como se verá, responde a una cosmovisión burguesa y jacobina que se niega a perder sus privilegios tradicionales.

A lo largo de las siete primeras temporadas, Daenerys es presentada desde múltiples perspectivas como una persona independiente, determinada y sensible, pero sobre todo como una mujer dispuesta a romper con el status quo, a rebelarse frente a la injusticia, a demoler los órdenes establecidos. Esta fuerza destructora representa por momentos el leitmotif de la serie: los monarcas no saben en qué momento serán derrocados, los nobles se cuestionan sus privilegios, las masas pone su lealtad del lado revolucionario.

Todo eso funciona muy bien hasta la octava temporada, donde las diferentes historias que enlazan la trama hayan su punto de contacto en la guerra contra los Caminantes Blancos, los ejércitos de los muertos que pretenden ni más ni menos que acabar con la vida y con la luz en el mundo. Así, todos los bandos antagónicos deben formar una resistencia contra las aparentemente inagotables filas de muertos. La batalla se resuelve de modo heróico y casi increíble cuando Arya Stark embosca al Rey de la Noche, cuyo hálito animaba a sus soldados. Luego de semejante epopeya, se produce la verdadera mercantilización de la historia: cada bando de humanos vuelve a su cuartel a seguir hurdiendo sus miserables intrigas por el poder. Allí se nota una clara disminución en la capacidad creativa y dramática de los directores, quienes no lograron mantener la tensión de la batalla del fin del mundo y cayeron nuevamente en las argucias palaciegas y las disputas por el gobierno, todo lo cual, a la luz de lo recién sucedido, resulta irrisorio e intrascendente.

Esta catálisis decanta en un pobre fin para el personaje de Daenerys Targaryen. Al seguir su procesión revolucionaria y llegar a Desembarco del Rey, ciudad que pretende tomar para recuperar su trono desde la primera temporada, su actitud cambia radical y repentinamente: deja de ser independiente, determinada y sensible para convertirse en despótica, obstinada y cruel.

Este cambio es imprevisto y previsible a un tiempo, pero lo más importante es advertir que el punto de vista a partir del cual podemos señalar esas faltas morales en la protagonista es el de la identificación que Jacques-Alain Miller llamaba «imaginaria»: el yo ideal, la imagen que le resulta amable y grata a la consciencia. Daenerys es un sujeto escindido por una falta: la ausencia constitutiva del trono, que le es propio y a la vez ajeno, y cuya posesión es el objetivo principal. Sin embargo, cuando ese objetivo amerita medios injustificables, como el de quemar una ciudad que se rinde y asesinar a los habitantes, la identificación imaginaria enseguida lo rechaza a partir de preceptos morales. Siguiendo este mismo esquema, empero, se puede agregar que esa imagen es filtrada por un nivel superior, el de la identificación simbólica: el ideal del yo, la identificación con la perspectiva desde la que se observa la conducta, el modo en el que se construye el yo ideal.

¿Cuál es el ideal del yo a través del cual la audiencia ve a Daenerys como una tirana despiadada y perversa? Por supuesto: desde las lentes de la moralidad impuesta por la hegemonía. Los otros personajes nobles solo la valoran negativamente cuando comienzan a peligrar sus propios privilegios. Daenerys habla de seguir liberando el mundo, de intervenir en otros lugares, como Invernalia, y eso, sin dudas, no les debe gustar a quienes disfrutan del gobierno de esas ciudades. Así, Daenerys es mercantilizada como una villana tradicional, juzgada por revolucionaria y radical. Su propio asesinato al pie del trono, visto desde la identificación simbólica del yo ideal, es validado por la audiencia: pareciera que el ideal del yo no sabe de femicidios ni de golpes de estado.

Esta identificación mercantilizada de la mujer poderosa con la villana tradicional es perfectamente transferible a los intereses del status quo actual, el burgués, en el cual, por ejemplo, las líderes políticas latinoamericanas son perseguidas por el aparato mediático y judicial que las intenta convertir, imprevista pero previsiblemente, en burdas réplicas de Daenerys la mala. Quizás debamos abrir bien los ojos a las ilusiones de la ideología hasta en los productos artísticos más inofensivos.

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