¿Qué les pasa a las películas de videojuegos?

Me gustan los videojuegos, creo que alguna vez que otra lo he dejado bastante claro. He vivido gran parte de mi vida con ellos y he asimilado un sinfín de ideas que concluyen en un punto común: son el gran referente artístico a tener en cuenta. Pero eso es un debate que no nos viene al caso, ¿verdad? Esto es una página de cine, y de cine vamos a hablar. En 2016 hemos tenido bastantes estrenos en lo que se refiere a adaptaciones: Assassin’s Creed, Warcraft, Rachet & Clank… Siempre es un placer ver caras conocidas en el cine, y más cuando son personajes con los que nos hemos criado – en mi caso Rachet y Clank – o en los que hemos invertido grandes emociones. Sin embargo, la experiencia nos ha enseñado que cine y videojuegos no han congeniado, como es el caso de Doom (2005), tan mala que no llega ni a hacer bien la escena por la que es famosa, o Alone in the Dark (2005), situada entre las 100 peores películas de la historia. ¿El motivo? Pues…

Si os dijera que el producto cultural más caro de la historia, más de 380 millones de dólares, es un videojuego, y que, dos años después de su lanzamiento, sigue reportando grandes beneficios, creo que empezaríais a comprender la cantidad de dinero que mueve esta joven industria. Por supuesto, la mayoría de desarrolladores tienen un corazón de oro que buscan plasmar en sus obras, pero el factor económico es tan determinante en este mundillo como en el de Hollywood (si no preguntadle a los de Call of Duty). Un vistazo rápido a la lista nos revela que todas las adaptaciones de obras interactivas corresponden a grandes éxitos y franquicias millonarias, desde Tomb Raider hasta Far Cry o Street Fighter, y obviamente esto no es casualidad. El simple nombre ya es publicidad, es un nombre conocido con millones de fans dispuestos a peregrinar a las salas de cine por ver las nuevas y alocadas aventuras del héroe de turno. Pero no sólo es publicidad para la productora, sino también para las propias desarrolladoras, que ven en la adaptación un signo de prestigio ante el mundo y una gran publicidad para los neófitos en este mundillo. Tal es el beneficio que hemos visto a una Ubisoft desesperada por sacar el proyecto de Assassin’s Creed adelante (desde 2012, nada menos) o a Remedy lanzando Quantum Break a la televisión.

Hasta ahora, sólo he comentado lo obvio: todo eso mueve dinero, y quizás esto daría igual si dicha mentalidad no dañara el producto final. Siempre se ha visto a los videojuegos como un mero entretenimiento, un juguete. Es denigrante sentir vergüenza ante las miradas de otros que ven una irreal inmadurez cuando hablas sobre ellos, es una consideración social muy arraigada que, aunque remite hoy día con el esfuerzo de muchos – yo entre ellos -, continúa en parte gracias al gran factor económico, interesado en las formas ludológicas y tradicionales de este noble arte. Pero me vuelvo a desviar del tema. La cuestión es que dicha consideración hace que las productoras no se esfuercen lo suficiente en su producto, al menos viendo el resultado final, porque no importa cuánto dinero hayas invertido en las preciosas vistas de la ciudad de Alamut o en el sueldo del Jake Gyllenhaal o del venerable Ben Kingsley si el fruto de ello es Prince of Persia (2010), que dista mucho de lo que fue la gran revolución de las plataformas en 3D. No quiero hablar de falta de cariño, eso nunca va a faltar en ninguna obra de ningún tipo, pero sí se advierte una dejadez artística, sobre todo fílmica, porque no se llega a valorar realmente el potencial de la fuente. Así que, por tanto, tenemos a grandes estrellas de Hollywood dirigidas por directores mediocres en películas escritas, a menudo, con desgana – el primer ejemplo que se me viene es Silent Hill: Revelación 3D (2012), no tiene desperdicio -.

Pero esto no tendría que ser así. No se puede partir de la infravaloración de un medio para realizar algo artístico, y menos con el gran valor que tiene. Cada arte tiene un rasgo definitorio clave: en la música es el sonido, en la escultura la representación en tres dimensiones o el tacto, en el cine el montaje. El rasgo definitorio que hace único a los videojuegos es la interacción, el reflejo de las acciones y decisiones del jugador en la obra, algo que ningún otro arte jamás podrá imitar. Esto hace que sea muy difícil la adaptación, ya que se pierde parte del mensaje. No tendría sentido una película sobre Heavy Rain, por ejemplo, ya que, a pesar de sus enormes pretensiones fílmicas, no aporta nada especial fuera del aspecto puramente interactivo. Las adaptaciones fílmicas no pueden reflejar este hecho, pero en muchos casos ni siquiera se pretende ajustar.

Por otra parte, a la pérdida de matices por el cambio de medio se unen el total desinterés por lo que el videojuego representa, lo que empobrecen la adaptación y desprestigian aún más al arte interactivo. Hablemos, por ejemplo, de Resident Evil (1996) y Silent Hill (1999). Estas dos obras redefinieron las bases del survival horror, siendo los referentes más importantes en el género de terror incluso a día de hoy. Resident Evil innovó en la angustia y la incertidumbre que proporcionaba el plano fijo mientras que Silent Hill sublimó la narrativa fundamentando su terror dentro de lo psicológico y el uso de la simbología. Sin embargo, Paul W. Anderson vio en la obra de Capcom una serie de películas de acción simplonas y absurdamente efectistas, olvidando cada vez más el terror a cada entrega para optar por efectos especiales y un fan-service mal llevado. Por otro lado, la adaptación de Silent Hill rechaza su factor psicológico y la simbología de sus monstruos para decantarse por una atmósfera inexistente y un terror basado en el susto rápido, además de tirar, de nuevo, por el fan-service.

Ese es quizás el gran problema, el fan-service, pues parece que la fórmula perfecta de un film sobre un videojuego es coger los pocos elementos que superficialmente se relacionan con la obra para darles un contexto que redefine todo el conjunto, y eso no se puede explicar fuera del aspecto económico. Los videojuegos son más que tíos cachas y tetas con piernas pegando tiros a zombis y a nazis. La nueva escena indie ha traído consigo nuevos géneros que ahondan en las posibilidades del medio (The Stanley Parable, Dear Esther, Undertale), el diseño artístico propio de los videojuegos dejan estampas bellísimas difíciles de olvidar (Shadow of the Colossus o Journey), y el carácter interactivo de estos implican al espectador, convirtiéndolo en personaje y protagonista de su propia historia. Los videojuegos merecen un respeto. Poco a poco se está consiguiendo, hay atisbo de esperanza y desde los estudios y productoras hay un creciente esfuerzo por entender y valorar el potencial del medio, pero el camino es demasiado largo y requiere madurez. Quizás para conseguir una película sobre videojuegos decente sólo necesitemos evolucionar.

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