«Bertolucci creó cine para nosotros, para un público que necesitaba preguntas más complejas, antes de marcharse a reposar a un cuadro de Francis Bacon»

Siento que el arte vive en aquella habitación a la que Bernardo Bertolucci nos invitó a entrar en El último tango en París, un lugar metafísico donde los nombres pasan a un segundo plano en favor de una conexión única. También reside en las discusiones y las luchas eternas materializadas en dos amigos, Olmo y Alfredo, cuyo enfrentamiento nunca terminará, ya que la amistad no vale nada cuando la desigualdad corrompe la inocencia y condena a nuestra especie a un dolor infinito. También hay arte en esos tres jóvenes que se refugian en un edénico apartamento parisino y en las ilusiones de un movimiento fallido como revolución, pero imprescindible como esencia de creación crítica.

Fueron pocos los cineastas europeos que, tras la muerte de Pasolini, continuaron apostando por el arte como un elemento inconsumible. En ocasiones, por una militancia consciente, pero también porque a la hora de crear solo podían hacerlo de este modo, renunciando a las imposiciones consumistas que hoy bautizan a la obra de arte como producto, a los creadores como industria, a los espectadores como consumidores y al conjunto de todos ellos como mercado. Bertolucci nunca estuvo ahí, hasta su último largometraje apostó por defender la independencia del cine, un espacio en el que enfrentar esencia, ideología y existencia.

No se trataba de una clase magistral, ni de enunciar moralinas universales, sino de compartir y aprender mediante el conocimiento mutuo, que los personajes evolucionaran sin orientarse hacia un fin material. Por eso, no es extraño que en Tú y yo encontremos parte de Olmo y Alfredo, de Paul y Jeanne, o de Matthew, Isabelle y Theo. Bertolucci creó cine para nosotros, para un público que necesitaba preguntas más complejas, antes de marcharse a reposar a un cuadro de Francis Bacon.