Hubo un día en que se inventó el cine

Antoine Lumière

Antoine Lumière

Se ha hecho tan habitual en nuestras vidas, tan común y vulgar, que no caemos en la cuenta de algo tan obvio como que hubo un día en que se inventó el cine, lo mismo que el automóvil, el teléfono, el ordenador o la lavadora… Singularmente, la invención del cine es una gloria que pertenece de pleno derecho al siglo XIX, y más concretamente a Francia. Aunque desde su misma aparición la cuestión de la autoría estuvo rodeada de polémica, vamos a intentar dar algunas claves sobre los maravillosos acontecimientos acaecidos en 1895, de los que hoy somos afortunados herederos.

La paternidad del cine ha dado lugar a guerras sin fin entre los partidarios de Edison, de los Lumière y aun otros inventores. Quizás lo más adecuado sea considerar la aparición del cine como la consecuencia de varios siglos de investigaciones, y no como el descubrimiento personal de una sola persona o varias. Sin embargo, hay un acuerdo casi generalizado en que, si hay una fecha relevante en los orígenes del cine, esta es la del 28 de diciembre de 1895.

Aquel día de invierno, en el número 14 del elegante Boulevar des Capucines, de París, donde se hallaba el Salon Indien, subsuelo del Grand Café, los hermanos Lumière organizaron la exhibición de un nuevo invento conocido como cinematógrafo. Sólo treinta y tres personas acudieron a aquellas sesiones matinales de los Lumière. Completaron la penosa recaudación de treinta y tres francos. El público no advertido pasó ante el cartel anunciador del Cinematographe Lumière sin prestarle mayor importancia; antes bien, considerándolo como la promoción de uno de tantos inventos propios de la efervescencia de la época. Pero el impacto fue tal, y el alcance del boca a boca tan dilatado, que por la tarde del mismo día se había formado una larga cola en la que destacaban personas que habían estado en las primeras sesiones y repetían acompañados de un conocido o de varios. Dos semanas después, los Lumière ingresaban 2.500 francos por día. En un año, los hermanos Lumière crearon más de 500 películas, marcadas por la ausencia de actores y los decorados naturales, la brevedad, la ausencia de montaje y la posición fija de la cámara. Eran verdaderos documentales de la vida cotidiana.

salon indien grand cafe

El día 30 de diciembre de 1895, el periódico parisino ‘Le Radical‘ publicaba: “Una maravilla fotográfica. Una nueva invención, que es ciertamente una de las cosas más curiosas de nuestra época, tan fértil… Cualquiera que sea la escena tomada y el número de personas sorprendidas en los actos de la vida, vosotros volvéis a verlos en tamaño natural, con las perspectivas, los cielos lejanos, las cosas, las calles, con toda la ilusión de la vida real… Todo es, en verdad, maravilloso”.

Así comienza la fábula más maravillosa jamás contada. No obstante, como hemos dicho, su árbol genealógico se remonta a la más lejana antigüedad; se buscan sus orígenes en las cuevas de Altamira, en los relieves egipcios y hasta en la Columna de Trajano. Lucrecio, en su ‘De Rerum Natura‘, ya habló del fenómeno de la persistencia de las imágenes en la retina, y Herón de Alejandría efectuó proyecciones contra un muro del Museion de aquella ciudad. El espectáculo de las sombras chinescas y la linterna mágica eran comunes en todo el siglo XIX; siglo que vio la aparición de incontables inventos relacionados con la imagen. El descubrimiento de la fotografía en 1826 con Nicephore Niepce y Mandé Daguerre favoreció la busca de experiencias que excedían el simple juego de sociedad o la mera condición de pasatiempo infantil. Es el paso que va del praxinoscopio de Reynaud y el zootropo de Horner a los primeros experimentos de Thomas Alva Edison y su ayudante William Kennedy Laurie Dickson, a quienes se debe el curioso ingenio llamado kinetoscopio, hermano mayor del cinematógrafo.
El kinetocospio es, por cierto, el invento que se pretende como verdadero inicio del cine. Consistía en la exhibición de imágenes sucesivas en el interior de una caja de madera. El espectador observaba a través de unos binóculos las fotografías que se reemplazaban sin solución de continuidad. Pero se trataba de una experiencia corta, individual y casi secreta, lejos del invento de los Lumière, que permitía recoger por una serie de tomas instantáneas todos los movimientos que durante un tiempo dado se suceden delante del objetivo, así como reproducir tales movimientos proyectándolos a tamaño natural sobre una pantalla ante una sala con público.

El propio Auguste Lumière relata el descubrimiento del cinematógrafo de la siguiente manera: “Cierta mañana, a finales de 1894, me dirigí a la habitación de mi hermano que, encontrándose indispuesto, debería estar dormido. Sin embargo, me dijo que no había podido conciliar el sueño y que, aprovechando la calma de la noche, se había dedicado a meditar sobre las condiciones necesarias para alcanzar nuestra meta. Me había explicado que consistían en imprimir al cuadro enganchado un movimiento del pie de cabra de una máquina de coser. Los garfios, al hundirse durante la marcha en las perforaciones practicadas en los bordes de la película, debían arrastrar hacia abajo cada imagen, y al retirarse en su movimiento dejar libre el camino para la siguiente. Fue una auténtica revelación, e inmediatamente comprendí que, por mi parte, debía abandonar la solución precaria en que estaba pensando. En una noche, mi hermano Louis había inventado el cine”.

El invento fue patentado el día 14 de febrero de 1895. A la hora de buscar un nombre, los inventores adoptaron el de cinematógrafo, debido en realidad a León Bouly, quien, en 1892, había presentado un proyecto que resultó inviable.

Cinematógrafo

Cinematógrafo

¡La imagen liberada! Éste es el hecho decisivo. Por tanto, la primera película oficial es ‘Salida de los obreros de los talleres Lumière en Lyon‘, que abría el programa inicial con una visión sintomática: las grandes puertas de la fábrica están cerradas, pero, a los pocos segundos, se abren de par en par y empiezan a desfilar obreros de ambos sexos, mezclados con algún miembro de la familia Lumière. Así, como una verdadera metáfora de la historia, la primera película muestra una puerta abriéndose, como se abría con este invento, en la realidad del siglo, una puerta tras la cual había muchos tesoros inimaginables por descubrir, que se reflejarían en la gran pantalla desde entonces hasta hoy.

Desde muy pronto, el invento suscitó la atención de muchas personas inquietas intelectualmente. Y surgieron no sólo los imitadores, sino también los que, animados por el espíritu de la época, se lanzaron a la creación de nuevas formas de expresión artística mejorando el material de los Lumière, no sólo en Francia, sino en muchos otros países. Pronto el cine se alzó con el galardón de las masas, y reunió en torno a sí a multitud de hombres y mujeres, muchos de ellos llegados desde el teatro y la literatura, así como la industria y la fotografía, dispuestos a colaborar en un proyecto tan novedoso y que avanzaba tan rápidamente. En los años siguientes, la sucesión de mejoras y descubrimientos relacionados con la grabación, la representación, la producción y la edición de películas fue ingente. Surgieron los primeros directores propiamente dichos. Las primeras estrellas de cine. Los grandes conceptos de rodaje. Los primeros estudios de grabación. Algunas de las grandes productoras que aún hoy existen. El crecimiento de la industria del cine fue exponencial. Su influencia sobre las masas, gigantesca. Ya en 1910, D. W. Griffith rodó la primera película en lo que hoy conocemos como Hollywood.

Sin embargo, tras tantos años, resulta curioso y hasta irónico recordar que, cuando Louis Lumière contrató a uno de sus operadores, Félix Mesguich, le advirtió:
– El empleo que le ofrezco no tiene demasiado futuro. Puede durar seis meses, un año, acaso menos…
La misma actitud adoptó el padre de los Lumière cuando un prestidigitador llamado Georges Méliès (del que hablaremos otro día), entusiasmado con las primeras proyecciones del cinematógrafo, le pidió que le cediese la exclusiva:
– Usted cree que si nos unimos podemos hacernos millonarios. ¡Qué gran error! Nuestro invento será la ruina de todos aquellos que quieran explotarlo comercialmente. Es una curiosidad científica y nada más. No tiene ningún porvenir.

Cartel cinematógrafo

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Mucho habría de cambiar el cine desde entonces. Aquel invento “sin porvenir” pasó de ser una atracción de feriantes o un divertimento de alta sociedad, a constituir una de las industrias más poderosas del siglo XX en todo el mundo, y a permitir y fomentar la expresión artística más omnicomprensiva y avanzada. Como todo lo humano, ha sido y es, por desgracia, un instrumento de doble filo, de modo que no sólo ha permitido la creación de hermosas obras de arte, sino también de incontables vulgaridades sin valor destacable alguno, e incluso de multitud de obras ofensivas para el buen gusto. Se ha usado para emocionar, para sorprender, pero también para adoctrinar, para manipular y cosas peores. A pesar de ello, el cine no sólo tiene historia, y hermosa, sino también futuro, un porvenir que se adivina fecundo y multiforme, que nos deparará aún, quizá, alguna obra maestra más, y que seguramente continuará dando de qué hablar.

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