Luces de la Ciudad (1931)

Luces de la ciudad es cine con mayúsculas, es obra de arte, es filosofía, es religión, es ética, es emoción.

Que un hombre de mediana edad en pleno siglo XXI pueda reírse a carcajadas y llorar como un niño viendo una película muda de hace casi un siglo, no es porque la cinta sea una obra de arte, que también, sino porque lo que allí sucede es realmente mágico. Todo lo que en este film ocurre es universal, no le afecta el pasar de los años y va directo al corazón. Es una historia sencilla, hilarante y con un dardo romántico que emociona al más impávido. El mensaje, sin hacer spoilers, es que el amor todo lo puede, que por el amor se es capaz de cualquier cosa y que el amor (y nunca mejor dicho) es ciego.

Un vagabundo se enamora de una pobre invidente que está a punto de ser desahuciada junto a su abuela, un panorama atroz que no se desarrolla en un entorno sensiblero como podría haberse desenvuelto décadas más tarde por el temor al qué dirán. Esta tragedia se adorna de buen humor y de buenas intenciones, como debe ser, sin pamplinas ni gazmoñerías de telenovela barata que nunca llevan a buen puerto. Como siempre se ha dicho, “al mal tiempo, buena cara”, remedio psicológico de antaño que era tan fácil como recurrir al refranero español o a la sabiduría y savoir faire de nuestros antepasados. Pues esto es lo que hace Chaplin: Por un lado, una acción noble porque sí y sin florituras y, por otro, resolver el drama con una comicidad que no enturbia ni falta en ningún momento al drama, sino todo lo contrario, lo suaviza y le quita hierro.

Como decía, Chaplin es un mendigo que se embelesa con una vendedora de flores que vive humildemente con su abuela y está a punto de ser desalojada de su humilde domicilio por las deudas. Ante este terrible infortunio, Charlot hará lo indecible por no sólo salvarla de esa dramática situación sino por ayudarla a que la operen de su ceguera. Las andaduras que acomete el mendigo para conseguir sus fines son surrealistas y muy divertidas. Hacía tiempo que no me reía tan a gusto viendo escenas de un humor tan simple y tan blanco como el que ahí acontece. Tanto es así, que desde los primeros minutos se te olvida que es una película muda y en blanco y negro. La antigüedad de la cinta y sus limitaciones técnicas pasan desapercibidas por completo porque uno se adentra, desde el principio, en la trama con avidez y con una constante sonrisa a pesar de la tragedia que allí se masca.

No quiero profundizar en más detalles porque deseo que se sorprendan y se rían a carcajadas como yo lo acabo de hacer. Depréndase de prejuicios contemporáneos y absurdos, de efectos especiales, de metaversos, de interneses y de últimas tecnologías, y adéntrense en algo tan antiguo, tan moderno y tan maravilloso como es una bonita y simple historia amor. Luces de la ciudad es cine con mayúsculas, es obra de arte, es filosofía, es religión, es ética, es emoción, es una película que (como se dice ahora) da “buen rollo”… No se compliquen tanto la vida y recurran a las joyas que ya tenemos tan a mano (de hecho, está en You Tube). Tengo, por tanto, el placer y casi la obligación de descubrírsela o de recordársela porque, como yo, seguro que muchos de ustedes ya la habrán visto en su niñez y algo les habrá quedado grabado a fuego en su memoria como me pasó a mí tras su visionado. Ahora entiendo, después de muchos años, porqué cuando escuchaba la preciosa melodía de la Violetera se me nublaba la mirada y se me escurría alguna que otra lágrima.

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Guillermo Pérez-Aranda Mejías

Soy un escritor romántico con matices quevedescos. Disfruto con lo absurdo del surrealismo y me apasiona encarcelarme en mi castiza torre de marfil, donde desarrollo mi creatividad rodeado de música, de libros, de cine y de lo más selecto de la humanidad huyendo así, en la medida de lo posible, de lo más mundano. Roquero trasnochado y poeta de lo grotesco, he decidido, como si fuera un samurái que se destripa por su honor, entregar mi vida por entero al arte.

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