Índice de artículos de la serie Fotogenia de la Guerra Fría
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No existe acuerdo entre los historiadores sobre cuando empezó la Guerra Fría. Los más realistas tienden a situar los orígenes lejanos en la última fase de la Segunda Guerra Mundial, cuando algunos estrategas norteamericanos empezaron a preguntarse qué ocurriría en el momento en que los ejércitos soviéticos se encontrasen con los aliados occidentales tras vencer las últimas resistencias alemanas. Para estos, la fecha de estreno de la Guerra Fría sería, pues, en los últimos meses de 1944 y primeros de 1945. Otros retrasan el punto Alfa hasta el llamado Golpe de Praga, en febrero de 1948, justo cuando el Partido Comunista checoslovaco accedió al poder y el comunista Klement Gottwald, apoyado por la URSS, sustituyó al demócrata Edvard Benes. Unos meses antes, los checos, que habían aceptado el Plan Marshall, se vieron obligaos por los soviéticos a rechazar la ayuda. La falta de popularidad de los comunistas hacía imposible que vencieran en las elecciones democráticas, así que, simplemente, optaron por la vía golpista. Occidente protestó formalmente, pero se mantuvo impávido. El Telón de Acero caía por los siguientes cuarenta años para el pueblo checoslovaco. ¿Qué había ocurrido?
Era muy simple: en las conferencias de Yalta, Postdam y Teherán celebradas por los aliados en los últimos meses de la Guerra Mundial se acordó –de hecho, lo acordaron Stalin, el verdadero big boss de estos encuentros, frente a un decrépito Roosevelt, mientras que Churchill, cada vez más ganado por el alcohol, apenas contaba y De Gaulle se enteraba de lo acordado por la radio– que Europa quedaría dividida en dos zonas de influencias. EEUU y la URSS eran, ya por entonces, los dos únicos actores reales que representaban algún papel. Ambos establecieron que Checoslovaquia quedase más allá del Telón de Acero. Los compromisos de Yalta siguieron en vigor durante los siguientes 40 años y solamente resultaron cuestionados a partir del inicio del período Reagan (1980–1988) cuando a Gorvachov le faltaba vigor para exigir que se respetara lo acordado en 1945.
Así pues, tenemos dos líneas interpretativas y un período intermedio (1945–1948) que podemos considerar como la fase de transición entre la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría. Sobre ese tiempo gris en el que termina un conflicto y se gesta el siguiente, existen distintas películas que pueden ayudarnos a entender como fue aquel tiempo. Lamentablemente, falta que alguna productora se atreva a filmar cintas sobre aquellos luctuosos episodios del “golpe de Praga” o de la ascensión al poder de los comunistas en Polonia o Hungría, Rumanía o Bulgaria. Sin embargo, podemos señalar algunas producciones que ayudarán a entender aquel tiempo. Existen, cintas de referencia de inexcusable visionado sobre estos episodios.
¿Final de la Segunda Guerra Mundial o inicio de la Guerra Fría?
Alemania se rindió, pero algunos alemanes continuaron la guerra. Era el llamado Wehrwolf, la resistencia realizada por los irreductibles de las SS y de las Hitler Jugend que siguieron atentando hasta 1949 contra los ejércitos de ocupación de Alemania. La historia de esta organización está en el trasfondo de la película Europa (1991), quizás la mejor película filmada por Lars von Trier. En esta cinta hipnótica y extraña aparece la Alemania derrotada, escenas sobre el terrorismo del Wehrwolf (que arrastran incluso al protagonista), pinceladas sobre la situación de la burguesía alemana vencida y, finalmente, la acción represiva del ocupante (ejecuciones por ahorcamiento) y la sensación de abatimiento que se proyectaba sobre la sociedad. La película de von Trier es el fresco onírico –pero no irreal– de la derrota alemana y del drama que vivía Europa.
Pero Alemania seguía siendo en 1945 el centro de Europa, los alemanes habían tenido cuatro años de experiencia en la lucha contra el comunismo y sus servicios de espionaje mantenían redes que fueron, hasta finales de los años 50, las únicas de las que dispuso la CIA para informar sobre lo que se cocía en los países del Este. Muchos estrategas norteamericanos, ya en la última fase de la Segunda Guerra Mundial, estaban a favor de realizar un pacto por separado con el Tercer Reich, cambiar de alianzas y emprenderla contra la URSS. La mayoría de dirigentes del Reich (Heinrich Himmler, Hermann Göring) apostaban por ese escenario.
Y entonces apareció un ruso que les dijo que la URSS proseguía la guerra pero esta vez contra los EEUU.
Igor Gouzenko: el hombre que inició la Guerra Fría
Cuando Igor Gouzenko apareció en público después de su deserción en 1945, llevaba una funda de almohada para protegerse la cara
Existió de verdad. No fue un producto de la ficción cinematográfica. Se llamaba Igor Gouzenko y recibió el calificativo, a todas luces excesivo, de “el hombre que provocó la Guerra Fría”. Su peripecia está narrada en una película no particularmente brillante: The Iron Curtain (1948, El Telón de Acero). Era un probo espía soviético encuadrado en la inteligencia militar (GRU). Destinado al consulado ruso en Ottawa se encargaba del cifrado y descifrado de los mensajes. El 5 de septiembre de 1945 le ordenaron regresar a Moscú. Eran tiempos convulsos y la capital soviética, comparada con la relajada y segura Canadá, eran como la noche y el día. Gouzenko desertó con su esposa (Gene Tierney en la película). En las semanas previas había copiado documentos relativos a los secretos que los espías rusos habían conseguido obtener sobre la bomba atómica americana. Era la primera prueba que demostraba que la URSS espiaba a quienes hasta ese momento habían sido sus aliados. Resultaron detenidos varios funcionarios y un parlamentario. Fue la primera señal de cómo estaban las cosas.
Gouzenko, poco después, escribió por cuenta de la inteligencia norteamericana una serie de artículos titulados I was Inside Stalin’s Spy Ring que se publicaron entre febrero y mayo de 1947. De ahí salió un libro y del libro la mala idea de que Dana Andrews, en una de sus interpretaciones más inexpresivas, diese vida al espía desertor en un proyecto hollywoodiense impuesto por las conveniencias de la propaganda política.
No fue una gran obra, pero sí una película curiosa que tiene la virtud de marcar el inicio de una época. El término “telón de acero” (iron curtain) había sido utilizado por Churchill en un discurso pronunciado en Fulton (Missouri) el 5 de marzo de 1946. Del proyecto se encargó el director William Wellman, patriota americano full time, cuyo tatarabuelo había sido uno de los firmantes de la Declaración de Independencia de los EEUU. Piloto de la escuadrilla Lafayette (que combatió en la Primera Guerra Mundial al lado de los franceses antes de que EEUU entrara en el conflicto), su película más exitosa fue, sin duda, Beau Geste (1939), un canto al honor.
Milton Krims, un notorio izquierdista, escribiendo el guión sobre Gouzenko, se evitó el amargo trance de pasar por el consabido Comité de Actividades Anti Norteamericanas. Previamente había escrito un panfleto antinazi con el que Hollywood declaró la guerra al Tercer Reich tres años antes de que lo hiciera su gobierno: Confessions of a Nazy Spy (1939, Confesiones de un espía nazi). El propio Dana Andrews, que unos años antes había cometido el desliz de tener un papel protagonista en la película prosoviética The North Star (1943, La estrella del norte), sin apenas mover una fracción de su rostro, se salvó también de sentarse ante el inquisidor McCarthy gracias a su participación en esta cinta anticomunista.
Vale la pena ver la película para entender lo que es el cine de propaganda política: sin concesiones, ni gamas de grises, los malos –soviéticos por demás– son malos–malísimos, siniestros y de aquel tipo de gente que no les puedes comprar nada en ebay. Gouzenko y señora, parejita feliz sacada de cualquier película romántica de “chico busca chica – chica disfruta con chico – chica y chico viven felices el sueño americano”, son literalmente encantadores y “muy americanos”.
En las escenas filmadas en la embajada soviética, el retrato de Stalin es omnipresente y descomunal. Los rusos sostienen que “la guerra no ha terminado”. Un personaje entre los más siniestros del personal soviético les ilustra: “no hay lugar para el sentimentalismo burgués, sólo para el realismo inflexible”. Luego alude a que hay que “destruir a la democracia decadente como se ha destruido al nazismo” y, para acabar de arreglarlo, les explica “que el conflicto bélico es parte del proceso necesario para la creación de un mundo comunista”. La señora Gouzenko es la primera en dudar y, cavilando, sobre la necesidad de no tener miedo, arrastra a su marido (aunque es posible que lo que les impulsó a desertar fuera el “sueño americano”, antítesis de la “pesadilla soviética”).
En la película aparecen como ciertos datos que tendría la inteligencia soviética sobre las reuniones privadas entre Churchill y Roosevelt, lo que demostraría que la infiltración comunista habría alcanzado hasta el Departamento de Estado. De hecho, el propio McCarthy no hubiera tenido inconveniente en firmar el guión como propio. El, hasta entonces “aliado soviético”, había “traicionado”. Así empezó todo para la opinión pública norteamericana. Pero para sus estrategas hacía tiempo que todo estaba claro. Para el general Patton, por ejemplo.
Patton, una anomalía americana
El prestigio del general Patton procedía de que, en la primera batalla librada por los norteamericanos contra el Africa Korps, las tropas americanas estuvieron a punto de entrar en desbandada. Patton logró imponerse enérgicamente y evitar el desastre. Su estrella se amplificó en los años siguientes y alcanzó su máximo brillo tras el desembarco en Normandía. Fue en esa época cuando, a la vista de la calidad del adversario, especialmente de las unidades SS, alumbrara su proyecto de cambio de alianzas. A este energúmeno que era el general Patton no le caían bien los comunistas y estaba dispuesto a aliarse con el diablo para impedir su progreso.
Dos películas nos dicen mucho sobre ese tiempo y sobre lo que el intempestivo militar cavilaba. Una de ellas es Patton (1970) con guión de Francis Ford Coppola, dirigida por Franklin Schaffner. El discurso con el que se abre la película es antológico y anuncia el inicio de la Guerra Fría tanto como resume la ideología del biografiado. Siete Óscars avalan la calidad de la cinta.
No es la única. Brass Target (1978, Objetivo Patton) tiene un trasfondo conspiranoico. Se acusa a quienes creían que Patton era un peligro –por su agresividad anticomunista– de haber atentado contra él. Su accidente de coche habría sido una operación ordenada por una parte de la intelligentsia para deshacerse de un peligroso adversario del que se temía, incluso, que optara a la presidencia tras abandonar el ejército. La película nos sitúa ante las convicciones anticomunistas del militar que no eran una excepción dentro de las fuerzas armadas de los EEUU. Aunque la Guerra Fría no hubiera estallado en 1948, ya estaba en el espíritu de muchos norteamericanos como mínimo desde tres años antes. Patton era uno de ellos.
Muy parecida a la anterior –aunque amputada de la parte conspiranoica– es The Last Days of Patton (1986, Los último días de Patton), TV–movie, sobre un libro de Ladislas Farago. George S. Scott repite como Patton. La película nos muestra al general después de su ¿accidente/atentado? rememorando su vida y sus miedos a su esposa.
De haber sobrevivido, el general Patton hubiera tenido un prestigio similar el que tuvo el general McArthur hasta el final de sus días y especialmente durante la Guerra de Corea. La brutal implacabilidad del personaje, su sentido de lo popular, incluso sus chaladuras ingenuo–felizotas (estaba convencido que había vivido otras vidas y que había luchado en la guerra de Troya, contra Atila en las legiones de César y en las Cruzadas o como oficial napoleónico; vamos, que el militar más enérgico de la época estaba como las maracas de Machín), le hicieron extremadamente popular y, por tanto, peligroso. Hubiera sido partidario de atacar a los soviéticos con los restos del ejército alemán en vanguardia sólo para ahorrare en una sola batalla de aniquilación los cuarenta años de Guerra Fría que seguirían.
Europa destruida, Europa en blanco y negro, Europa campo de batalla futuro
En 1945, Europa era un conjunto de ruinas esperando su reconstrucción. Resulta difícil imaginar para las nuevas generaciones cómo se veía el centro de Berlín, desde la Alexanderplatz, hasta la Unter den Linden, pasando por la Puerta de Brandemburgo y el edificio de la Cancillería: todo, absolutamente todo, era un inmenso teatro de destrucción. Nada quedaba en pie. Absolutamente nada. Ruinas sobre ruinas. Ruinas tapando ruinas. Ruinas morales y materiales. Y entre las ruinas las corruptelas, el mercado negro, el estraperlo y los tráficos ilícitos. Europa sin Estados dignos de tal nombre, mero protectorado conquistado por los EEUU a un lado y al otro por los soviéticos. Si hay una película que pueden enseñarnos mucho sobre aquella época y aquellas ruinas es, sin duda, The Third Man (1949, El Tercer Hombre), seguramente una de las mejores películas de la historia y de las mejores de Orson Welles.
Escrito el guion por el propio Graham Green y dirigida por Carol Reed, la película nos muestra una Viena insospechada: los juegos de sombras, las insinuaciones de ruinas, la cloacas y los entornos miserables en los que se arrastran seres torturados, supervivientes cínicos y militares ingleses y soviéticos, muestran una visión rigurosamente histórica de aquel momento cuando parecía que la esperanza se había desvanecido para todos. La película muestra una acción situada en 1947, es decir, dos años después del fin de la Segunda Guerra Mundial, cuando los espíritus seguían revueltos. Los soviéticos manipulan al “tercer hombre” y los ingleses no quieren otra cosa que olvidar lo que estaba ocurriendo: tráfico de fármacos, adulteración de penicilina, mercado negro incontrolable, desabastecimiento y, sobre todo, ruinas humanas y morales. Así era Europa cuando arrancó la guerra fría.
La Italia en ruinas o el neorrealismo realmente existente
Se suele olvidar que Italia formó parte de las naciones derrotadas por mucho que en 1943 algunos oportunistas, viendo el cariz que tomaba la guerra para el Eje, dejaran a Mussolini en la estacada y se acordaran de sus olvidadas vocaciones democráticas. Los alemanes ocuparon Italia y con el apoyo de los últimos mohicanos del Duce dieron la batalla hasta el desplome final en abril de 1945. Luego vino la miseria de la que el neorrealismo dejó constancia en cintas que mostraban a un país que lo había perdido casi todo, incluida la dignidad, empobrecido y pauperizado, triste y en blanco y negro. Es la Italia de Ladri di biciclette (1948, El ladrón de bicicletas) o de Miracolo a Milano (1950, Milagro en Milán), exhalando olor a miseria y destilando picaresca y desesperación.
Estas películas muestran la realidad de la sociedad italiana que sobrevivió a la Segunda Guerra Mundial pero dicen muy poco del contexto político de la postguerra de aquel país. Vale la pena visionar Fade to Black (2006, Fundido a negro) para conocer cuál era el panorama político italiano en el inicio de la Guerra Fría. La película nos presenta una panorámica de la situación teniendo como excusa la presencia de Orson Welles en aquel país para filmar una película. La cinta es notable en muchos aspectos (empezando por la recreación que hace de Welles, Danny Huston) y especialmente por el contexto político en el que se sitúa la trama: las elecciones en las que se temía que venciera la izquierda y los servicios de inteligencia norteamericanos que apoyaban cualquier otra opción, desde la democracia cristiana hasta los neofascistas. En muchos aspectos esta película es canjeable por una buena clase de historia a pesar de que el relato sea completamente ficticio y Welles pasara discretamente por aquel país, pero el encuadre histórico es exacto y riguroso.
Hay algo que la película no dice: ¿por qué los norteamericanos hacían y deshacían en Italia sin que la URSS dijera nada esencial al ver a sus tovarich del Partido Comunista de Italia maltratados y disminuidos por las maniobras de sus adversarios? La respuesta está en que Italia, había quedado, en el reparto de Yalta, a este lado del Telón de Acero, como Checoslovaquia estaba al otro. Y en 1949–50, ambas partes respetaban sus zonas de influencia. Pero, en aquel arranque de la Guerra Fría no todo fue un combate con tongo, también existieron momentos de máxima tensión entre las dos superpotencias.
Berlín, o el paradigma de 40 años de Europa
Los años de la Guerra Fría –cuarenta, que se dice pronto– tienen su paradigma extremo en la capital alemana. Berlín estuvo dividida materialmente por un muro que no era sino la dramatización plástica más elocuente de la división de Europa en dos zonas de influencia. Algo más de un año después del Golpe de Praga, una simple disputa entre la administración occidental y la soviética de ocupación de Alemania por una cuestión relativa al valor del marco, hizo que las autoridades soviéticas de ocupación decretaran el bloqueo de Berlín con la intención de que los aliados occidentales les cedieran el control y el abastecimiento de la capital, lo que implicaba en la práctica, incorporarla a la República Democrática Alemana. Los aliados occidentales pretendieron hacer llegar convoyes armados a Berlín con los abastecimientos, sin los cuales, obviamente, el hambre se apoderaría en pocos días de la ciudad, pero ante la posibilidad de que esta actitud desembocara en un choque armado renunciaron y optaron por crear un “puente aéreo” que realizó su primer vuelo el 25 de junio de 1948. Para sobrevivir, la ciudad precisaba 4.700 toneladas diarias de alimentos. En septiembre se consiguió satisfacer las necesidades de la ciudad mediante una media de novecientos vuelos diarios aterrizando en Tempelhof. La esperanza de los soviéticos era que las condiciones atmosféricas del invierno interrumpieran los vuelos y forzaran a los aliados a sentarse en la mesa de negociaciones. Pero eso no ocurrió. Las unidades de operaciones psicológicas del ejército norteamericano alardearon continuamente de éxitos en el abastecimiento de la ciudad que fueron desmoralizando, cada vez más, a los soviéticos. A pesar del bloqueo, los berlineses orientales encontraban antes víveres y alimento en la zona bajo control aliado que en su propia zona. Hubo, como siempre, dramas: 75 pilotos fallecieron en inevitables accidentes. El 12 de mayo de 1949, Stalin entendió que había perdido la partida y mantener el bloqueo carecía de sentido.
La épica del “bloqueo de Berlín” fue tratada en una película, The Big Lift (1950, Sitiados) rodada cuando aún duraba el cerco soviético. La película formaba parte de las “operaciones psicológicas” a las que hemos aludido antes. Un habitual de este tipo de películas, Montgomery Clift, sostuvo la carga de la cinta que ofrece la visión norteamericana del bloqueo y evita entrar en las razones últimas del episodio. La película nos muestra a los sargentos Kowalski y McCullough partiéndose el pecho por la democracia y para que los niños berlineses tuvieran chocolate, caramelos y chococrispis hasta la indigestión y el coma diabético. Quizás la película enseñe algo más sobre el maniqueísmo de la Guerra Fría que sobre el propio bloqueo de Berlín, pero el contexto en el que muestra la acción es real.
El caso yugoslavo: Tito y el titoísmo
Las cosas en Yugoslavia no fueron como Stalin había previsto. Después de que los partisanos de Tito y el Partido Comunista llevaran adelante una guerra sin piedad en la retaguardia alemana y terminara liquidando a los tchekniks (partisanos monárquicos), el país quedó en el lote adjudicado a Stalin en el reparto de Yalta. Pero Tito juzgó pronto que Yugoslavia tenía otros rasgos y, por tanto, el monolitismo soviético era inaplicable. El “titoísmo” quiso ser el primer “socialismo con rostro humano” y durante treinta años, toda Yugoslavia quedaría en un espacio intermedio entre el estalinismo y el capitalismo occidental, sin ser ni una cosa ni otra. La ruptura tuvo lugar en 1948 y, a partir de allí, se gestó un sistema autogestionario bastante complejo. No se crea que Tito fue más blando que Stalin con sus disidentes. La prisión de Goli Otok da cuenta de que la mano seguía siendo dura. Pero Tito consiguió hacerse un lugar en el Movimiento de los No Alineados y lideró la “tercera posición” frente a los EEUU y la URSS en los años sesenta y setenta.
La experiencia yugoslava se sumó a las variantes de socialismo que fueron apareciendo en la postguerra (maoísmo, castrismo, guevarismo, nueva izquierda) y a las que ya existían previamente (trotskismo, revisionismo, socialismo). Buscando y rebuscando alguna cinta que pudiera dar una constancia aproximada de aquella aventura ideológico–política, hemos recordado Underground (1995, En el sótano) dirigida por Emir Kusturica que tiene un planteamiento interesante: la película se inicia en 1941. El país está ocupado por los alemanes. Dos delincuentes y amigos se alistan en los partisanos de Tito y disputan por el amor de una mujer. Al terminar el conflicto, uno de ellos se convierte en brazo derecho del dictador yugoslavo y, para más inri, hace creer al otro que la guerra no ha terminado y que los están buscando para fusilarlos. Así puede disfrutar del amor de Natalija. El fraude dura hasta los años ochenta, cuando sale de su escondite: no tiene amor, ni mujer, ni hacienda, y por no tener, ni siquiera tiene país. Yugoslavia se ha desintegrado. En la segunda parte de la película se procede a una crítica al régimen titoísta.
Con todas estas películas tendremos una representación bastante clara de cómo se inició todo. Resulta bastante claro que la ciudad de Berlín, por su posición central en Europa, por su papel de capital del Reich vencido y por su particular situación de ciudad dividida en cuatro administraciones y situada en el corazón de la zona soviética de Alemania, iba a ocupar un lugar especial en la Guerra Fría.
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