La dictadura del like: Reflexión sobre Nosedive (Black Mirror)

(Una reflexión basada en NOSEDIVE – 1er capítulo de la 3ª temporada de Black Mirror).

Y aunque sonrío bastante a menudo,
en ocasiones no lo hago.
Mayor garantía que esa no puedo ofrecerte
de que mi sonrisa es verdadera.

Black Mirror

Está la sensación de cansancio, y después está la que te hace arrastrar los pies cuando estás llegando a casa en metro, después del trabajo, tirando de dos niños llorosos y enfurruñados porque están aún más cansados que tú, aunque ellos todavía no saben identificarlo.

Sin embargo aún te queda la reserva de fuerza justa como para que la función de amabilidad no se haya desactivado del todo. Sobre esa exigua base se sustenta el esfuerzo sobrehumano necesario para, a pesar de que los niños han salido disparados y amenazan con infligirse un daño irreparable, sostenerle la puerta del vestíbulo del metro a la persona que va a salir detrás de ti: quizás la última buena acción del día.

Ella, una chica de unos veinte años, perfectamente aislada del entorno por la mágica profilaxis de los auriculares de su smartphone, ni se percata de tus intenciones. Y, para cuando lo hace, no te creas que acelera el paso. Ni siquiera te sonríe. Y en un acto de grosería que raya la sociopatía, se dispone a pasar bajo el umbral que forma tu brazo con respecto a la pesada puerta… Mientras aún te estás preguntando por qué carajo las puertas del metro se fabrican en plomo, tu mente consigue desdoblarse alarmada por el alarde de desfachatez, para tratar de calcular cuántos órganos vitales y articulaciones rotas a causa de estamparle la plúmbea puerta en la respingona nariz de la joven merecería tal acto de inurbanidad.

Debe ser fruto del cansancio; tal vez de la edad… El caso es que aún no has promulgado la sanción cuando ella logra escabullirse rozándote el sobaco con el arco de su coleta poligonera sin siquiera girarse para darte las gracias. En ese momento os juro que eché de menos un futuro en el que a través de una sencilla aplicación de móvil, pudieras denunciar ante el resto de la humanidad la iniquidad de una determinada persona, cargando a modo de prueba gráfica el vídeo de su evidente comportamiento incívico. Lejos estaba aún de saber que esa misma noche contemplaría con estupor el primer capítulo de la tercera temporada de Black Mirror: “Nosedive” (traducido como “Caída en Picado”) acompañado de un permanente malestar y una buena dosis de culpabilidad precognosciente, al albur de mis macabras pretensiones…


 

LA RE-PUTA-CIÓN

Black Mirror

Ya no sé si fue antes o después de ver el capítulo de marras, pensaba yo en si mi comportamiento y mi reacción posteriores habrían sido los mismos si, en lugar de una estúpida chica desconocida, el episodio de la salida del metro lo hubiese protagonizado alguien a quien yo admirase muchísimo o de alguien cuya palabra, obra u omisión dependiera mi reputación personal (por mucho que su proceder no hubiese diferido ni un ápice del de la joven). ¡Ay amigos, en menudos aprietos me meto a mí mismo…! ¿Os imagináis dándole el portazo a uno de vuestros jefes, a un miembro de la facción política de vuestra familia, o incluso al neurocirujano de cuya pericia y buenas intenciones dependiera que conservases intacto tu coeficiente intelectual tras la intervención que tienes programada para la semana que viene…? ¿Ya veis por dónde quiero ir, no? Hablo de alguien que verdaderamente tiene ascendente sobre ti: ya sea éste factual o subjetivamente otorgado.

Sin embargo, esto que en el terrenal mundo analógico es (salvo retorcidos giros del destino) fácilmente manejable, en el nuevo e interconectado mundo digital, cobra una dimensión por la que es relativamente sencillo deslizarse hasta la paranoia.

A más de uno y a más de dos os encantaría aprovechar la excusa de un desprecio como el que yo sufrí para soltar la pesada puerta y dejar que las leyes naturales de la inercia hicieran el resto sobre el rostro de algún que otro político o personaje famoso al que le tenéis mucha tirria, ¿me equivoco…? Ahora bien, ¿haríais lo mismo en Facebook…?

  • ¡Juro que no le reconocí! –podríais aducir en el mundo analógico. Pero, ¿si alguien os indigna con algún comentario o actuación en alguna red social, iríais tan campantes a dejar un zurullo en su muro personal con vuestra tarjeta de visita clavada sobre él…? ¿Y si de repente descubres, justo antes de darle a ‘Publicar’, que al que estabas a punto de insultar es alguien que te podría hacer la vida imposible…? Y, aunque no las tuvieras todas contigo de que pudiera ser así, ¿te atreverías a denigrar ante la vista de millones de personas a un gerifalte…?

¿Cómo se resentiría la espectacular progresión de @Filosocine, mi cuenta en Twitter, si se me ocurriese pegarle un “portazo virtual” al propietario de la exclusiva lista especializada en cine y filosofía la que soy miembro, y gracias a la cual me llueven followers Premium? ¿Y si no contento con expulsarme de ella, le pide a todos sus devotos miembros que hagan me hagan el “vacío/unfollow”? En la anonimidad de la calle, podría vilipendiar al decano de la Facultad de Filosofía de la UNED escudándome en que, previamente, me sentí ultrajado por un acto o comportamiento suyo. Pero, sobre todo, en que no sabía quién era. Pues de haberlo sabido quizás me habría envainado el agravio. Sin embargo, en mi red preferida, soy seguidor acérrimo de @jzamorabonilla, y que él me siga a mí, no sólo es un honor, sino la prueba fehaciente de que mi trabajo en la materia en la que él, además de especialista es una máxima autoridad, cuanto menos es relevante. Lo que, por consiguiente, me hace relevante a mí. El seguimiento y la atención que me dedica el Sr. Zamora a través de la pantalla de un dispositivo móvil no sólo me otorga identidad, también me granjea credibilidad, una suerte de reputación de supuesta estrella ascendente a la que conviene no perder de vista y, lo que es más importante: que otras personas afines a él, a sus intereses, de su “calidad” (digámoslo de una vez), también quieran seguirme y prestarme su atención. Y, una vez que te has hecho propietario y al mismo tiempo deudor de tamaña cuota de atenciones, lo que te pide el cuerpo es afanarte y pelear hasta la extenuación por mantenerla y, si puede ser, por aumentar tu índice de notoriedad. Eres tan consciente de lo mucho que cuesta adquirir cierta reputación y lo sencillo (¡lo sencillísimo!) que es comenzar a “Caer en Picado”, que hasta hay noches en las que tienes pesadillas relacionadas con una huida masiva de tus dioses.

Así que, en este Brave New World en el que las depresiones por pérdida de reputación social en redes y el pánico al ostracismo virtual comienzan a ser motivos para el suicidio en el mundo analógico, lo último que nos pasaría por la cabeza los que de facto hemos comenzado a desarrollar una grave dependencia del motivador soniquete de las cinco estrellas en nuestro móvil, lo últimísimo que se nos ocurriría (repito) sería darle con la puerta en las narices, no ya a un señor decano, o a un político, no ya a tu suegra o a tu neurocirujano…, es que se te quitan las ganas de caerle mal a nadie. O lo que no es lo mismo pero es casi igual: comienzas a confundir la amabilidad con la condescendencia, en tu pretensión por caerle bien a todo el mundo. En tu objetivo de no ser blanco de la penalización reputacional de nadie, comienzas a estar dispuesto a no expresar tus opiniones, ni tus razonamientos, ni siquiera tus dudas…, por miedo a que éstas pudieran llegar a ofender a alguien. Por más que ese alguien no sea nadie.


 

BAJO MÍNIMOS

Está la sensación de fragilidad, y después está la que me hace agachar permanentemente la cabeza y simular que me aíslo del entorno embutiéndome los auriculares en los oídos, aunque de ellos no emane el más mínimo sonido que pueda perturbar la necesidad de estar alerta. Siempre alerta, paranoicamente atenta ante la amenaza de las miradas ajenas, alusiones impertinentes, o gestos de forzada amabilidad destinados a obligarme a interactuar con personas con las que no deseo tener el menor trato.

Gestos no deseados, no solicitados, como el del tipo que ahora me está sujetando la puerta del vestíbulo del metro aun cuando media una distancia absurdamente grande entre él y yo. Yo, que precisamente he dejado pasar a todos cuantos me acompañaban en ese sórdido vagón de metro para no tener que someterme al escrutinio de ese patético ritual social, fruto de un condicionamiento infantil, que me obliga a agradecer una supuesta buena acción que no he demandado y que, evidentemente, él no tiene ganas de llevar a cabo… ¿Entonces por qué lo hace?

Él, un tipo maduro pero todavía joven, de los que se cuidan y les gusta que lo aprecien, padre de dos (aún inocentes) críos a los que no dudo que adore. Lo sé porque coincido la mayor parte de los días con ellos en el mismo vagón. Y ya se encarga él de demostrar su devoción por sus hijos, siempre demasiado pendiente de las miradas de aprobación de los demás. Con esa estúpida e indulgente sonrisa en los labios, sabiéndose el centro de las miradas de todas las madres frustradas y las maduritas que ya han perdido la esperanza de concebir a sus propios hijos. Consciente como es de que gracias a su ensayada performance de besitos y tiernos abrazos de camino al cole, obtiene pingües cotas de atención positiva y puntuaciones aún más beneficiosas para su, a buen seguro, envidiable marcador de reputación social. Me juego lo que sea a que no baja de un cuatro… Y ahí está él de nuevo, inasequible al desaliento, buscando con ahínco una última limosna por mi parte, antes de irse a casa a compartir fotos del baño y la cena de sus hijos, que le granjearán todavía más admiración y envidia a partes iguales procedente de los que hipócritamente puntuarán con cinco estrellas su encomiable dedicación a las rutinas paternas. Él no podía marcharse sin más tras su ruidosa progenie. Él tenía que quedarse a sacarme a bailar. ¿Y sabéis qué? Que paso…

Así que clavo la mirada en mis botas y consigo escabullirme por debajo de su brazo como la anguila que me han enseñado a ser: fría, escurridiza, inasible. Y ahí está una vez más, la asquerosa y a la vez reconfortante sensación de sentirme objeto de la indignación de alguien. Alguien que esperaba la triste dádiva de la gratificación. Alguien a quien no le entra en la cabeza que ignore el ritual; que no me sepa (o que sencillamente no me dé la gana de seguir) los pasos de baile convencionales. Alguien que predeciblemente descarga sobre mí toda su angustia y su frustración devaluando aún más mi ya de por sí desprestigiada reputación. Los auriculares no me impiden escuchar el sonido de la decepción por antonomasia: me acaba de otorgar la puntuación mínima, algo que ni me inmuta, pues difícilmente mi marcador podría señalar una cifra más baja de cotización social. Aprieto el paso.


 

NADA QUE PERDER

Black Mirror

A todos los que os encantaría conocer mi identidad para, a tenor de lo leído hasta ahora, contribuir con vuestra aportación a mi desprestigio, he de deciros que si os fijáis bien, aún podréis ver por ahí imágenes mías en bikini, o degustando algún anodino helado de forma fálica. Sí, solía prestar mi linda imagen y mi perfecta sonrisa a todo tipo de marcas. Total, si no paraba de hacerlo gratis en las decenas de selfies que colgaba en la red al cabo del día, cuando me ofrecieron cobrar por ello me pareció una idea no sólo genial sino, hasta cierto punto, merecida. Mi puntuación estaba por las nubes. Me invitaban a todo tipo de galas exclusivas, gozaba de privilegios sólo al alcance de los más premium y absolutamente todo el mundo se mostraba encantador conmigo: ni siquiera me veía obligada a puntuar a las personas que me rodeaban para obtener de ellas las máximas valoraciones. Así es, hubo una época en la que estaba exenta de pagar el impuesto social y, sin embargo, todos mis vasallos me obsequiaban religiosamente con sus tributos que jamás bajaban de las cinco estrellas. Mi smartphone no paraba de emitir esa deliciosa melodía… Estaba dispuesta a hacer lo que fuese necesario porque siguiese siendo así. Y lo hice…

Hay algo más, aparte de fotos mías en anuncios, que podéis encontrar en la red sobre mí si buscáis bien. De hecho, es bastante probable que hayas visto algún vídeo en el que salgo yo en una pose muy poco digna, comiéndole la polla a un tío al que (eso sí) no se le ve la cara (ni falta que hace, ¿verdad?), mientras otro, al que tampoco se le ve la cara (ídem) me penetra rudamente por detrás. No os preocupéis. Ahora ya sé lo que viene: vuestro calificativo. Lo tenéis ahí, en la punta de la lengua y os quema. Y, ¿sabéis qué…? Que quizás tengáis razón en cierto modo: yo me prostituía, pero del mismo modo en que lo hace el padre de esos dos encantadores niños. Sonreía a todos y en todo momento. Era amable hasta la náusea. Como jamás se me habría ocurrido expresar en persona o en las redes una opinión que fuera susceptible de herir la sensibilidad de nadie, perdí la costumbre de tener mi propio criterio sobre las cosas: de hecho no compartía nada más que chorradas buenrrollistas y clichés. Me erigí en el epítome del pensamiento único, del pensamiento positivo. Pero algo salió mal… Y ahora sé, porque conozco a más personas como yo, que tan sólo era cuestión de tiempo que mi reputación comenzara a caer en picado.

No era infrecuente, dada mi valoración social y mis evidentes atributos físicos, que mis jefes me solicitasen que acompañase a tal o cual carcamal a alguna fiesta o evento. Lo que no era una tónica general es que solicitasen que me mostrase “cariñosa” con ellos. Las solicitudes devinieron en exigencias. Amenazaban con “hacerme el vacío”, orquestar campañas de desprestigio social contra mí. Hasta contraté los servicios de varios coaches reputacionales (Reputintelligence, recuerdo que se llamaba la empresa  que  prestaba estos exclusivos servicios de gestión de la popularidad en redes sociales). Todos ellos me aconsejaron que, por el bien de mi prestigio y en aras de conservar mis prebendas, “tragase”. ¡Y vaya si tragué…! Después vinieron las amenazas de hacer públicos los vídeos en los que salía “tragando”, si no me mostraba proclive a seguirlo haciendo. Hasta que una mañana me desperté muy desorientada en la unidad de cuidados intensivos de un fastuoso hospital. Y antes de que pudiera prestar mi primera declaración ante los policías que se hallaban allí presentes, todos tuvimos la ocasión de presenciar la divulgación de uno de mis célebres vídeos pornográficos. Acababa de perder no sólo mi presunción de inocencia, sino hasta el último vestigio de credibilidad.

De la mañana a la noche mi reputación descendió por debajo de las tres estrellas. En el instante en que bajé de la segunda, coincidió con ese otro en que una cuchilla comenzó a horadar las venas de mi antebrazo izquierdo en toda su extensión. Para cuando se hizo pública la noticia de mi tentativa de suicidio, mi reputación ya frisaba una sola estrella. Llamé, escribí y guasapeé a todos mis conocidos suplicándoles que, haciendo gala del principio de la reciprocidad, contribuyeran generosamente a restituir mi posición social. Y precisamente, basándose en un acto recíproco, casi nadie atendió a mis súplicas. Y los pocos que lo hicieron vieron penalizada con dureza su muestra de compasión (pues como ya sabéis las puntuaciones que otorga cada cual a los demás son públicas).

En mi desesperación terminé recurriendo a talleres motivacionales y grupos sectarios new age donde los líderes, sabedores como eran de las debilidades y las ansias de salvación que nos atenazaban a los asistentes, nos demandaban una cantidad económica insultante a cambio de valorarnos positivamente cada vez que se lo pedíamos, así como de organizar grupos de famélicos reputacionales para que nos concediésemos una paupérrima gracia los unos a los otros, en el paroxismo de un utilitarismo perversamente deformado a conciencia para asegurarse de que malinterpretásemos el concepto del máximo bienestar para el máximo número.

Pese a ser aquel un lamentable nido de polluelos hambrientos de prestigio social, escudándonos en una ficticia mejoría de nuestras reputaciones, ninguno de los que estábamos participando en aquella estafa deseábamos ser conscientes de la realidad. Nadie estaba dispuesto a tornar explícita la ignominia; a hacer la ignominia más ignominiosa pensándola, dándola conocer. Y aunque ésta amenazaba con agotar los escasos recursos monetarios de los que aún disponíamos, cuales yonkies reputacionales que éramos, nos fuimos prestando al macabro juego del pensamiento mágico hasta caer en la bancarrota.

Recuerdo con verdadera lástima por mí misma que el mismo día en que el saldo de mi cuenta me mostró números rojos, aún me emocioné hasta las lágrimas porque un compañero del último seminario al que asistí me concedió cinco estrellas. Acto seguido me propuso concederme otras cinco si adoptaba la misma actitud discipliente que mostraba en los vídeos que me hicieron tristemente célebre… Podría haberme pasado mi vida entera hundida en esa situación de indignidad. Postergar indefinidamente la toma de conciencia. Sin embargo, en ese momento, en ese momento exacto, tomé conciencia de mi indignidad. Y ahí se produjo una quiebra, una ruptura: mi antes ya no era el mismo de antes… Ahí pasé yo a ser otra, como si me mirase a mí misma desde otro lugar y me dijese: hasta aquí. Ese día tomé conciencia de mi ignominia, y mi ignominia se me antojó aún más ignominiosa; porque la conciencia de la ignominia hace intolerable la ignominia.


 

APARTHEID DEMOCRÁTICO

Delegar en individuos emocionalmente inestables la capacidad sancionadora y retributiva del resto de sus congéneres, extirpándola de los juzgados, de las instituciones académicas, organizaciones sociales y familiares, e incluso desvinculándola completamente de nuestro devenir previo como seres humanos, no solamente es uno de los sistemas de vigilancia social más atroces jamás concebidos, sino que devendrá sin duda en una forma de totalitarismo tan refinado y retorcido que ni el mismo Michel Foucault habría sido capaz de prever.

En sus veinticinco añitos de andadura, si hay algo que Internet ha dejado meridianamente claro es que, adopte la forma que adopte, el sistema de organización social del futuro (y casi ya del presente) estará basado en la Dictadura del Like. Que el mundo del mañana devenga en un apartheid democrático o en una meritocracia va a depender muy mucho del desarrollo de nuestra inteligencia emocional, nuestra capacidad para gestionar las expectativas que depositamos en los demás y en nosotros mismos, pero sobre todo del relleno con el que dotemos de corporeidad a conceptos como éxito y fracaso.

Quizás uno de los mayores peligros a los que nos enfrentamos hoy en día, adopte la simpática y “positiva” forma de un “pensamiento” que no es tal porque, en lugar de abonar el terreno para la dialéctica y facilitar herramientas críticas con las que arar y cultivar las conciencias, se dedica a injertar inopinadamente en las mentes de los desprevenidos, una serie de dogmas en forma de breves aforismos efectistas (ideales para compartir en Twitter sin darles muchas vueltas), con menos respaldo empírico (no digamos ya científico) que el refranero español, y cuya principal pretensión es convencer a sus acólitos de que el éxito y la felicidad pueden ser medidos cuantitativamente y ser comparados a través de cálculos.

Bajo los postulados del pensamiento positivo la vida corre el riesgo de convertirse en una esquizofrénica competición dentro de un bucle sin fin en la que todos se vigilan mutua y constantemente. En la distópica sociedad de los pensadores positivos, sus miembros disponen de tantos decálogos de mandamientos, que es absolutamente imposible distinguir entre deberes y acciones supererogatorias -las ejecutadas más allá o además de la obligación-, por lo que la amabilidad, es tan ubicua y valiosa como la mierda. Y como la más mínima disensión es susceptible de ser duramente sancionada por un castigador sádico, cuyo rostro de radiante sonrisa permanente puede ser el de cualquiera, nadie quiere llevar razón: todos prefieren ofrecerte su amabilidad a cambio de una retribución simbólica y convencional que vale tanto como su candor. Es decir: nada.

Estos nuevos utilitaristas son tan congruentes que preferirían donar parte de sus riquezas (siempre que este acto de “altruismo” tuviese la suficiente cobertura mediática y gozase de pingües cotas de retribución social) antes que deshacerse de una cuota proporcional en términos de popularidad. Entramos de este modo en una nueva ética que no sólo es contraria al sentido común, sino que incluso propone ponerlo en duda como fuente de la moral, como propugna el filósofo utilitarista australiano J. J. C. Smart. De este modo se elimina el último escollo que impedía al neoliberalismo adoptar el utilitarismo como “religión oficial”, al erradicar la tradicional vinculación derivada del derecho positivo, por la cual la adquisición de los derechos dependían de las buenas consecuencias de los actos y de su sincero reconocimiento. A los escépticos les invito a leer la biografía de un personaje como Donald Trump, cuyo devenir y criterios de actuación han estado siempre ligado a los postulados del pensamiento positivo, y que gracias a nuestra lasitud moral y malentendida tolerancia para con la imposición de límites éticos (cuando no penales) a la especulación económica y la  divulgación de supersticiones, ahora también el devenir de toda la humanidad está ligado al suyo.

Trump

En el bizarro mundo que nos propone el pensamiento positivo, hasta el mayor insulto a los cánones estéticos es susceptible de ser premiado con la máxima puntuación social (so pena del punitivo efecto boomerang de una impertinente baja calificación), ergo es de todo punto imposible distinguir el grano de la paja. Entramos decididamente y con paso firme en la “Era del Todo Vale”, precisamente lo que durante tanto tiempo ha deseado con fruición el neoliberalismo, que ha invertido en esta visión cantidades ingentes de energía, dinero y talento. Ha recibido, también hay que decirlo, ayuda de las más altas esferas del establishment. Y, en justicia, ha cosechado los frutos en lo que, en su día el gran Fernando Fernán-Gómez bautizó como la “colonización del buen gusto”.

Aún estamos a tiempo de elegir si queremos vivir en un paradójico sistema injusto y torticero, en el que todos-contra-todos contribuyamos, más democráticamente que nunca, con nuestras valoraciones de los demás a reconstruir on line nuevas versiones de las viejas discriminaciones sociales de siempre; o si por el contrario deseamos apostar por ese otro en el que las nuevas tecnologías nos ayuden a alcanzar las mayores cotas de igualdad, legalidad y fraternidad jamás vistas, y en el que cada uno no sólo esté en su derecho de reclamar el puesto que desee ocupar al servicio del conjunto de la sociedad, sino que será la sociedad en su conjunto la que determine si lo merece o no lo merece con base en criterios de reciprocidad justos, coherentes y desapasionados.

Y seguramente tú y yo lleguemos a verlo.

filosocine

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Rubén Chacón

Periodista, publicista, colaborador habitual en distintos medios, autor de El Sorprendedor (Temas de Hoy, 2011), diseñador de juegos, cantante de End of Party, cinéfilo empedernido y padre de dos hijos.

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