Si yo tuviera un mundo propio, todo sería un disparate. Nada sería lo que es, porque todo sería lo que no lo es. Y al contrario, lo que es, no sería. Y lo que no sería, sería. ¿Lo ves?
-Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas, Charles Lutwidge Dodgson.
En los últimos años, hemos disfrutado de un buen puñado de películas originales de ciencia ficción. Muchos de estos largometrajes han tratado el tema de la “inteligencia artificial”, como por ejemplo Ex Machina, Un amigo para Frank, Autómata o incluso Wall-E. También hay que destacar que, en estos momentos, se está rodando una secuela de Blade Runner que, ciertamente, parece innecesaria pero, ¿quién sabe? Igual nos sorprende.
Hace ya bastante tiempo que parece aceptado que el mejor cine se encuentra en la televisión. De forma que, queridos lectores, acercaos conmigo a la pequeña pantalla y descubramos juntos Westworld, la última gran apuesta de HBO.
Antes de nada, hablemos del referente directo.
Westworld fue un filme de 1973 escrito y dirigido por Michael Chrichton que aquí se estrenó bajo el sugerente título Almas de metal.
El filme narra las experiencias de distintos grupos de millonarios en tres parques temáticos, basados en las ambientaciones típicas del cine de aventuras de la época: el salvaje oeste, el medievo romántico y la Roma imperial. La particularidad que tienen estos parques es que están poblados por androides tan perfectos que son indistinguibles de un ser humano.
¿Y por qué androides? ¿Qué diferencia hay con actores? Pues que con los androides, los turistas pueden dejarse dominar por sus más bajos instintos en un entorno controlado.
¡Exacto! ¡¡Sexo y violencia, amigos míos!!
Según contaba Michael Crichton, tuvo la idea del guion tras visitar Disneyland y quedar impresionado con los animatrónicos de “Piratas del Caribe”. La diferencia es que en el mágico mundo de Disney no está bien visto dedicarse a disparar o violar robots.
En cualquier caso (no creo que nadie pueda considerar esto “spoiler”) los androides acabarán revelándose y convirtiendo unas agradables vacaciones en un baño de sangre.
El aficionado a la ciencia ficción se habrá fijado en las similitudes con Parque Jurásico, lo cual es perfectamente lógico, considerando que ambas ideas parten del mismo hombre.
Al parecer, Crichton sufrió bastante en su debut como director y se sintió decepcionado con el primer montaje de la película, al considerarlo aburrido y más largo que un día sin pan. Se cortaron un buen número de escenas, incluyendo el robo a un banco, la espectacular muerte de uno de los huéspedes cuando sus brazos son arrancados de cuajo, y una pelea final entre Peter y “el pistolero”, por haber quedado un tanto ortopédica.
Es imposible saber cómo habría sido el filme con ese metraje añadido, pero da la sensación de que Crichton tomó una buena decisión. Westworld es una película magnífica, a la altura de otros clásicos de su tiempo como El planeta de los simios, La invasión de los ultracuerpos o Rollerball.
El guion tiene más matices de los que parecen a simple vista. Sin ir más lejos, en la escena en la que se discute la locura de los androides se habla de una enfermedad informática que se extiende de forma incontrolable. Una referencia directa a los virus informáticos… ¡antes de que existieran! Y es que aún quedaban 13 años para el “Brain” de Basit y Amjad Farooq.
Pero el hecho es que esa escena es doblemente interesante porque demuestra la cerrazón de los supuestos expertos. Asumen que lo ocurrido sólo puede ser un fallo. Pero el problema no es que las máquinas actúen en contra de su programación sino que, por una vez, empiezan a comportarse como auténticos seres humanos: todo empieza cuando una mujer joven y hermosa rechaza a un desagradable montón de grasa, y termina cuando un villano decide, por fin, matar a sus víctimas.
Una vez estrenado, el filme fue todo un éxito. Es curioso que, aunque a Michael Chrichton jamás le faltó trabajo como guionista o escritor, su carrera como director no terminó de despegar, siendo responsable de solamente otras cinco películas (sin incluir las escenas adicionales de El guerrero nº 13).
¿Fallos? Por supuesto. El más evidente, que el autor se pilla un tanto los dedos al ambientar su mundo de fantasía en 1983. Poner fechas siempre es un problema en el género de ciencia ficción pero, en este caso, resulta un tanto cómico.
Más allá de sus innumerables parodias, la película ha tenido una influencia considerable en el cine posterior. John Carpenter dijo que el asesino lento pero indestructible de Yul Brinner fue lo que le inspiró para diseñar el Michael Myers de Halloween. Del mismo modo, Arnold Schwarzenegger basó su personaje de Terminator en ese mismo pistolero. El propio Schwarzenegger, por cierto, fue escogido para interpretar al personaje en un remake de Westworld que debía haberse rodado en 2002. Como el lector habrá sospechado, al final la cosa no salió adelante.
Se estrenó una secuela en 1976, Futureworld, llamada aquí Mundo futuro. Esta película está escrita por Mayo Simon y George Schenk, y dirigida por Richard T. Heffron. La experiencia de estos individuos era mayormente televisiva, y eso se nota en el resultado final. La película no llega al nivel de su predecesora en términos de ritmo y emoción aunque lo más preocupante es que simplifica el interrogante de si las máquinas son o no autoconscientes al convertirlas en supervillanos.
La historia continuó en 1980 con una vergonzosa serie de TV llamada Beyond Westworld. La cosa duró cinco capítulos, así que es lógico que hoy nadie sepa que existe.
¡Y, al fin, llegamos a 2016!
La serie actual ha sido creada por Lisa Joy y Jonathan Nolan, hermano de Christopher Nolan y coguionista de algunos de sus mejores filmes (como Memento, El caballero oscuro o Interstellar).
Nolan plantea numerosos dilemas, aunque lo mejor de sus guiones es, quizás, las cosas que dice abiertamente. Y es que toda la serie parte de una premisa aterradoramente factible: la fabricación de seres que pueden sentir el dolor sólo para que podamos golpearles sin consecuencias. Golpes terribles y reales, tanto a su cuerpo como a su pisque. Para que una doncella en apuros pueda ser salvada, debe haber un peligro inminente que la aceche día tras día. ¿Y si no hay nadie en esa ocasión? Mala suerte. La chica sufre una muerte horrible y el ciclo se reinicia. ¿Y sí algún caballero prefiere disfrutar con el pillaje y la destrucción que con la ficción del heroísmo? Pues que disfrute. Para ello ha pagado. ¿Por qué sentir remordimientos? ¡Son máquinas! ¿Qué importancia puede tener cuando yo soy un Dios y ellos hormiguitas a mi eterno servicio? Asistimos a una prueba tras otra de lo miserable que puede llegar a ser el hombre y de la facilidad que tenemos para buscar excusas.
Westworld no es una distopía como lo era El hombre en el castillo, pero sí es 100% ciencia ficción. Buena ciencia ficción, algo que hace mucho que no vemos en televisión.
Por contraste, no considero que Black Mirror sea buena ciencia ficción. Para empezar, porque pasa por encima del concepto “ciencia ficción” casi de puntillas y, para seguir, porque cuenta historias supuestamente impactantes alrededor de un mensaje facilón y cristalino (¡Cuidado! ¡Nuevas tecnologías! ¡Redes sociales! ¡¡Peligro!!). No es la nueva Twilight zone. En ninguno de sus capítulos-mediometrajes existe el menor interés en los mecanismos del drama, en la resolución ingeniosa de los conflictos o en, aunque sea, construir personajes mínimamente sólidos. Sólo le preocupa el impacto, el “punch”, generar una reacción de desagrado de la forma más fácil y rápida posible. Carece del necesario equilibrio trágico entre “expectativas” y “realidad”, pues las cosas empiezan mal, siguen mal y (salvado una honrosa excepción) terminan fatal. Ni siquiera existe la mínima verosimilitud narrativa (no, lo siento, el primer ministro jamás haría eso delante de la tele ni aunque toda la familia Real estuviera amenazada de muerte).
Westworld entra en otra categoría distinta. La serie de HBO habla de la identidad y de la responsabilidad del creador frente a lo creado, como el Frankenstein de Mary Shelley. Y es que la forma en la que aquel moderno Prometeo crea a su hijo es lo de menos. Lo importante es que se desentiende de él y éste, en su sufrimiento, no encuentra otra vía de relacionarse con el mundo que no sea la venganza.
El argumento de la aserie se mantiene muy cercano al filme de 1973 pero con un punto de partida brillante: el punto de vista principal no es el de los humanos, sino el de los seres sintéticos. La serie nos pone, de forma abierta y directa, del lado del oprimido.
En la literatura gótica, “el monstruo” solía ser un reflejo triste del hombre inadaptado, que podía provocar daño a otros pero movido fundamentalmente por su propia desesperación, no por el sadismo. En el cine de hoy día, este arquetipo esta reducido a ser o bien un depredador sin la menor empatía o bien, directamente, un héroe. Sin embargo, las máquinas e inteligencias artificiales han adoptado el papel del personaje ambiguo, del distinto, del temible, del “yo” que únicamente desea ser “él mismo”.
Aquí entra Maeve, interpretada por Thandie Newton. Una mujer sintética que ha sido reutilizada en diversos papeles, tales como granjera o prostituta, y que, poco a poco, empieza a percibir la farsa en la que se encuentra encerrada. Su desgarrador arco, en el cual pasa de la incomprensión, al horror y, al fin, a la rebelión, es uno de los aspectos más interesantes de esta primera temporada. Maeve llega incluso a convertirse en una narradora y, cuando uno vive en un libro, ser el narrador es ser absolutamente todo.
Pese a hallarnos en el siglo XXI, hoy día no parece existir un gran interés real por la robótica, y hace mucho que no leo ningún artículo preocupado por la consciencia de las máquinas. Sin embargo, hay dos elementos estéticos que sitúan esta versión de Westworld invariablemente en 2016: la impresión 3D y los videojuegos online.
La tecnología de la impresión 3D, impensable hace veinte años, se ha convertido hoy en una realidad casi cotidiana. Es imposible no pensar en ello al ver esos evocadores planos de seres humanos perfectamente blancos, siendo fabricados detrás de mamparas de cristal.
Desde 2003 ha habido un crecimiento exponencial en el desarrollo y la venta de impresoras 3D, mientras que el coste se ha reducido considerablemente. Las aplicaciones de esta tecnología son casi infinitas. En educación, arquitectura, arqueología, paleontología y, lo que es más increíble, biotecnología. Y es que hoy día podemos “imprimir” de forma relativamente fácil un miembro ortopédico o incluso un corazón, gracias al uso de células vivas como materia prima.
Los videojuegos de rol multijugador masivos en línea (o MMORPG en inglés) son el segundo elemento imprescindible. Aunque el origen de estos juegos puede trazarse desde los años 80, lo cierto es que el género no se convirtió en popular hasta la llegada de Everquest en 1999. Más tarde, en 2004 sale a la venta World of Warcraft, que revoluciona el mercado, batiendo todos los records de venta. Y es que, en la cumbre de su popularidad, llegó a superar la increíble cifra de doce millones de jugadores. La diferencia fundamental entre World of Warcraft y sus competidores fue proponer un mundo abierto más fácil de explorar y accesible para todos, donde las misiones están claramente destacadas y basta un click de ratón para lanzar los más espectaculares conjuros.
En Westworld aparecen numerosos jugadores o “huéspedes”. Los dos más importantes son William, que visita por primera vez el parque y el Hombre de Negro, un temible Ed Harris que interpreta a un jugador veterano que conoce todos los secretos de este extraño mundo de ficciones y dobles verdades. En internet existe la teoría de que ambos personajes son, en realidad, el mismo. A efectos de este artículo, olvidaremos dicha teoría y los veremos como entidades separadas.
William se cruza con toda suerte de resortes narrativos evidentes, pero los da por sentados. Sabe que tanto sus amigos como sus enemigos son androides, pero siente empatía hacia el borracho que es expulsado de la taberna y trata de salvar a la prostituta amable del ataque de un malvado bandolero. Gracias a su inexperiencia, él juega como se supone que debería jugar todo el mundo. El Hombre de Negro es muy distinto. Él ya ha estado allí, conoce todas las historias y se divierte buscando los “fallos” en las líneas argumentales. A lo largo de los años, ha salvado a todas las mujeres de la ciudad y ya no ve ningún sentido en hacerlo de nuevo. Ahora encuentra más divertido abrir en canal a esas mismas mujeres y descubrir cuáles son recientes y parecen anatómicamente correctas, y cuáles han sido fabricadas en otro tiempo y, por tanto, tienen cables y huesos metálicos en su interior.
Cuando el Hombre de Negro decide finalmente jugar, es porque cree haber encontrado un último gran misterio en el cual, hasta entonces, nadie había reparado. Un lugar dónde puede ser herido e incluso morir. Un lugar que no está ahí sólo para entretener, sino para revelar al aventurero verdades profundas de su propia existencia. Un laberinto.
En una escena del episodio 4, el cuñado de William, Logan, tras un tiroteo, encuentra una pistola. La coge con una sonrisa en la cara y dice “¡Una mejora!”. Una referencia evidente hacia el jugador de Warcraft que arroja al suelo su hacha porque ha encontrado una ligeramente mejor. Logan no siente ninguna fascinación por este oeste mítico que se alza ante sus ojos. Él sólo quiere “ganar”. Pero Logan no es tan listo como cree y, poco después, se adentra en una aventura demasiado grande para él.
La lógica del aficionado a los videojuegos es explorada, sí, pero en ningún caso se criminaliza lo que no deja de ser la primera forma de entretenimiento de la actualidad. Todas las referencias a mundos abiertos y aventuras virtuales sirven para acercar complejos conceptos filosóficos sobre la identidad y el “yo” al espectador de hoy día, no para condenarlo.
El mero hecho de que el parque esté anclado en el universo del Western es muy revelador. La serie ignora el mundo medieval y el romano con los que contaba la versión de 1973. Es de esperar que estos lugares u otros semejantes aparezcan en las próximas temporadas (y, a la vista de los últimos acontecimientos, puede que antes). Pero, por un momento, centrémonos en lo que ofrece esta primera tanda de capítulos y el porqué de la ambientación escogida. No es azarosa.
Imaginemos un mundo futuro, no muy lejano, dónde existen toda clase de comodidades, pero donde la libertad y la creatividad son un tanto limitadas. Donde los ricos no sienten especial interés por la fantasía, sino que ansían buscarse a sí mismos (o más bien lo que podrían llegar a ser). Donde contamos con androides de aspecto perfectamente humano, tanto por fuera como por dentro. Donde los videojuegos son algo tan común que han perdido buena parte de su interés. ¿Qué mejor forma de introducir a tu público en un romance o en una batalla que involucrando a hombres y mujeres de apariencia corriente? ¿Qué mejor modo de hacerles creer en lo que ven que utilizando un trasfondo pseudohistórico? Un lugar dónde no puedes morir, pero puedes sudar, sufrir y sangrar.
No olvidemos que, aunque las montañas y ríos sean reales, todo el parque no deja de ser un gran espejismo, un truco de mago. La gente que visita Westworld no quiere creer en los dragones. Si viera uno, inmediatamente la ilusión se rompería. No. Los turistas quieren viajar a una arcadia mítica, que nunca ha existido, dónde las cosas “eran más sencillas”, dónde todo aún estaba por descubrir, dónde la aventura esperaba en la misma puerta de casa.
El episodio piloto, dirigido por el propio Jonathan Nolan es, probablemente, la mejor hora de televisión que he visto en los últimos años.
En primer lugar, se centra en una idea que, en cualquier otra serie, habría llegado en la tercera temporada: cómo puede sentirse un ser condenado a morir un millón de veces. Los androides o “anfitriones” no tienen una sola vida, sino que están atrapados en un Nietzscheano eterno retorno, a merced de los “relatos” que han de vivir… y los caprichos de los huéspedes, claro está. La memoria electrónica de los anfitriones es borrada cada cierto tiempo, de forma que estos relatos puedan reiniciarse. Pero ya en el primer episodio descubrimos que eso no es cierto del todo. Que recuerdan pequeños detalles, retazos de horrores y placeres anteriores. Que sus mil vidas “dadas” empiezan a convertirse, poco a poco, en una vida “propia”.
Conocemos a la que será nuestra protagonista, Dolores, una preciosa granjera de grandes ojos azules que, antes de sufrir, prefiere ver la belleza de las cosas. Dolores parece extraordinariamente joven pero el hecho es que es el robot más viejo del parque y sigue en él porque nunca ha dado ningún problema, a pesar de que su historia es una de las más crueles. En un magistral plano final, la vemos matar una mosca que se posa en su cuello. Eso nos hace entender que todo está a punto de cambiar.
Tras un comienzo arrollador, la serie parece despistarse en sus siguientes dos capítulos con un guion un tanto abrumado por la cantidad de horas de metraje que ha de completar. Afortunadamente, la cosa mejora. ¡Ya lo creo que mejora!
Mientras escribo este artículo, ya se han emitido ocho episodios de la serie. No soy muy aficionado a las narrativas serializadas que parecen no acabar nunca… pero en este caso, veo una intencionalidad.
Me da la sensación de que cada diálogo, cada muerte, cada revelación, nos está llevando a un lugar concreto. Y es que, a pesar de los numerosos interrogantes que se plantean, Westworld no se dedica a enterrar un misterio bajo otro, sustituyendo todo argumento por enigmas sin mucho sentido. En absoluto. La serie se preocupa por las ramificaciones de sus numerosos giros, demostrando un interés sincero en los personajes y sus tribulaciones. La prueba es cómo el espeluznante homicidio del episodio 7 tiene consecuencias muy palpables en el episodio 8.
Y es que, ¿qué significado puede tener una elección en cualquier historia si no se exploran sus consecuencias?
Por supuesto, ni Nolan ni Lisa Joy han conseguido esto solos. Entre el equipo de guionistas figura gente de la talla de Ed Brubaker, magnífico escritor de comics que se ha hecho un nombre con sus historias sobre el Capitán América y Batman. Tampoco quiero olvidarme de la melancólica música de piano de Ramin Djawad que en varios episodios reconstruye versiones “western” de clásicos del Rock.
Y tenemos al gran Anthony Hopkins como el doctor Ford, en su mejor papel desde que dio vida a Hannibal Lecter. Ford es el creador del parque y, aunque en los primeros episodios se nos da a entender que se trata de un trasunto del inofensivo Hammond de Parque Jurásico, su personalidad no tarda en revelarse más cercana a la del doctor Moureau de H.G. Wells. Un emperador incontestado en su pequeña isla, sin ninguna intención de salir de la misma. Incapaz de relacionarse felizmente con otros seres humanos pues disfruta más rodeado de sus desgraciadas creaciones. Los largos monólogos de Hopkins resultan siempre fascinantes y nos recuerdan como las personas más inesperadas son en ocasiones las más poderosas… y como ese poder puede llegar a hacer que uno olvide su propia mortalidad.
¿Es el doctor Ford un tirano sin escrúpulos, un genio desquiciado o un niño que adora sus juguetes? Probablemente, las tres cosas.
Aún quedan dos capítulos para el cierre de la temporada y la serie ha sido, afortunadamente, renovada para una segunda tanda de episodios. Si la audiencia acompaña, es posible que Westworld dure muchos años.
Es, por tanto, demasiado pronto para saber cómo concluirá este relato de ciencia ficción. Pero, seamos sinceros, no puede ser de otro modo que trágicamente.
Y es que como dice Fray Lorenzo en el acto segundo de Romeo y Julieta:
«Estos placeres violentos tienen finales violentos y en su triunfo mueren, como el fuego y la pólvora, que al besarse, se consumen».