TERRA: Palabras a punto de caducar

(Una reflexión basada en el documental TERRA, de Yann Arthus-Bertrand y Michael Pitiot – 2016)
Incluye enlace para su visionado por cortesía de la Sociedad Geográfica Española.

Control de natalidad y regulación de los mercados. Más temprano que tarde, la humanidad en su conjunto tendrá que abordar los dos asuntos de los que depende que el siglo XXI pase a la historia, o que la historia no pase de él. Armonía, protección, respeto, convivencia, mesura, sostenibilidad…, palabras mayores que nadie pareciera querer hacer suyas. Pero palabras, al fin y al cabo, que aún estamos a tiempo de pronunciar, si nos damos prisa. Porque las palabras también tienen su fecha de caducidad. Después será como si nunca se hubieran inventado… Y nos veremos obligados a emplear otras.

Y pensar que hasta hace tan sólo unos instantes gozaba de una vista privilegiada…

Vanidad. Su visión abarcaba, a través de las paredes trasparentes, sus dominios. Y cada fibra de su traje obscenamente caro destilaba vanidad.

Patético. Justo antes de morir descuartizado, su último pensamiento se dirige hacia la pernera de su exclusivo pantalón: una cálida corriente recorre su muslo derecho, empapando y oscureciendo su fina factura. Justo antes de extinguirse, casi desintegrado por la colisión, le da tiempo a pensar que es una pena arruinar una prenda tan exquisita de aquella manera: no habrá tintorería capaz de hacer desaparecer esta mancha y este olor a orina y heces… Y se le antoja patético.

Orgullo. Ascendía por encima de las azoteas de los rascacielos más elevados de la ciudad y el orgullo que sentía le impelía a estirar todavía más su perfectamente rasurado cuello. Se sabía tan merecedor de su destino, que se dejó arrastrar por una sensación de autocomplacencia que le hizo alzar aún más si cabe su ya erguido mentón.

Vértigo. La sensación de ingravidez, la percepción de que sus pies incluso llegan a despegarse del piso, dura apenas unos instantes. Ahora, aplastado contra el suelo de la cabina, se aferra con todas sus fuerzas a su maletín de edición limitada. Ante la certeza de una muerte inminente, cercenado por miles de esquirlas de cristal templado y aplastado por un imponente amasijo de hierros, un último destello de lucidez le lleva a percatarse de que el mismo portafolios, cuya estructura reforzada e indestructible, contiene documentos por valor de varios miles de millones y contratos capaces de mover materias primas por medio mundo, no va a impedir que su cuerpo se convierta en pulpa licuada. Y aún así se abraza a él, pues siente que aquel maletín posee más valor que su propia vida. Y siente mucho vértigo.

“Todo lo que sube tiene que bajar… Aun con todo, está en la mano del piloto experto tanto conseguir un ascenso paulatino, como garantizar un aterrizaje suave”. Con la vista fija en el luminoso en el que se lleva a cabo una frenética sucesión alarmantemente descendente de cifras etéreas, le vienen a la cabeza estas sabias palabras de su abuelo, un famoso piloto de globos aerostáticos. Recuerda que, siempre que le llevaba en uno de aquellos paseos que tanto le gustaban cuando era niño, repetía esa misma frase cuando habían alcanzado el límite de ascensión e iniciaban el descenso. Tiene ganas de gritar: “¡Cállate cabrón!”. Pero sólo le da tiempo a formular esta exhortación en su mente. Jamás llega a pronunciarla… Y, de haberlo llegado a hacer, no podríamos haber dado fe, pues la colisión es tan atroz que provoca la muerte instantánea de cuantos viandantes se encuentran en las inmediaciones del accidente. Y hasta los que se hallan lo suficientemente alejados como para preservar la vida, sufren fuertes hemorragias óticas por rotura de tímpano.

La muerte cerebral se produjo exactamente tres segundos después de que la cabina impactase contra el suelo de aquella gran avenida de la metrópoli. Antes de que su mente se apagase definitivamente, aún tuvo tiempo de proyectar un dulce recuerdo de su infancia: una secuencia de la pantera rosa en la que, como él, la felina se encontraba en el interior de un ascensor que se precipitaba al vacío. Sólo que, en aquellos dibujos animados, la pantera rosa hacía gala una vez más de su fina astucia apeándose de la cabina justo cuando ésta se encontraba apenas unos centímetros sobre el nivel del suelo. Y le habría gustado ejecutar una última sonrisa. Lástima que su maxilar inferior se hubiese desprendido, junto con el resto de su cuerpo, de aquella parte de su ser que almacenaba recuerdos de un tiempo en que aún existían panteras, aunque no fueran de color rosa.


 

LA BANALIZACIÓN DEL MAL

Con el triunfo de la Revolución Francesa comienza el declinar de las supersticiones religiosas. Sin embargo, mientras presenciamos el derrocamiento de las imágenes de los santos, una nueva diosa las sustituye en los altares: los enciclopedistas, Bacon, Voltaire, Rousseau, Diderot, d’Alembert, Kant… Todos esos pensadores confían en la razón y depositan en ella una confianza excepcional para que la humanidad en su conjunto alcance la plenitud, organizándose en sociedades civilizadas. Estamos asistiendo a la divinización de la razón. Pero ¿qué razón es esta? ¿Acaso no es la razón de la burguesía capitalista que se erige a sí misma como la nueva diosa, en cuyo nombre se han llevado a cabo verdaderas atrocidades durante siglos…? Esta es la tesis que se plantean Theodore Adorno y Max Horkheimer en Dialéctica de la ilustración (1944). Salvajadas cuyo máximo exponente en 1940 era Auschwitz. La cuestión que se plantean Adorno y Horkheimer es pues, cómo es posible que, en nombre de la razón y con base en métodos eficientemente racionales, hubiéramos llegado a la barbarie, a una forma extrema de barbarie… Absurdamente, cuando se analiza el hitlerismo, se suele hacer en términos de irracionalidad: se dice que el período que abarcó el Tercer Reich fue fruto de la sinrazón, cuando precisamente fue resultado de lo que Adorno y Horkheimer llaman “la razón instrumental”, es decir, la razón como instrumento para dominar a los hombres.

Esta es precisamente la línea de pensamiento que siguió Hannah Arendt en el mejor de sus ensayos, escrito a propósito del juicio al que Adolf Eichmann fue sometido en Jerusalem y en el que realiza un Estudio sobre la Banalidad del Mal. El mal como empleo burocrático, como cualquier otro trabajo administrativo, en el que el torturador es un funcionario público (como en El Verdugo de Berlanga), que ficha, ejecuta mecánicamente su cometido y se marcha a casa con la satisfacción del deber cumplido. Para Eichmann el mal era banal, no tenía importancia, él sólo realizaba su trabajo: hay que matar hoy a 10.000 personas. ¿Es esto posible?, puede que os preguntéis… Cuando le plantearon la misma cuestión a uno de los testigos durante el juicio, éste replico: “Por supuesto que es posible matar a 10.000 personas cada día. El problema radica en cómo hacer desaparecer sus cadáveres…”. El dilema de Auschwitz no es tanto la expresión de la racionalidad de una nación como la alemana, necesitada de expandirse, como el consentimiento de la expresión misma en su forma más aberrante: si bien es cierto que no se mata a seis millones de personas sin un esquema racionalmente eficaz, también lo es que no se habría conseguido sin la complicidad necesaria de todo un grupo social psíquica y físicamente de lo más normal.

Como apunta el escritor Jesús Ferrero: “La banalidad no sería uno de los elementos constitutivos del mal, como podría pensar más de un desalmado, sino una de sus dimensiones, y no podemos ignorar que nuestra vida funciona sumida en diferentes banalizaciones del mal, a menudo, con la ayuda de las herramientas más eficaces del cuerpo social”. Como ejemplo de esto mismo, Ferrero apunta cómo el cine americano ha banalizado siempre la muerte: “La forma banal de matar en las películas americanas dice mucho de esa enfermedad que han heredado los videojuegos, donde la banalización de la muerte adquiere su dimensión más inmediata y fulminante, y justo desde ese ángulo se convierte en pulsión: la pulsión de matar, y también la simpleza de matar”.

Del mismo modo que la pistola banaliza la muerte más que el cuchillo, al hacerla más distante e inmediata, las armas drónicas la banalizan todavía más. Es la muerte a distancia: el verdugo se aleja de la víctima para que su sangre no le salpique y así le deje menos huella en la conciencia. Se trata de la banalización suprema de la muerte gracias a la tecnología. Admiramos a los individuos que practican disciplinas de mucho riesgo porque encarnan a la perfección el paradigma de nuestro tiempo, de nuestra civilización: la banalización de la muerte. Pero no te preocupes, esto te pasa a ti, me pasa a mí y nos pasa a todos a los que las reglas cosmológicas que nos hemos proporcionado nos consideran como individuos “normales”.

Los que critican a Hannah Arendt por haber enjuiciado a Eichmann como un individuo normal (normalidad psíquica y física que los médicos y psiquiatras judíos constataron) tienen una idea un tanto tramposa y escamoteadora de la humanidad. La zona gris (esa en la que “se extingue todo residuo de piedad hacia el otro”, según Primo Lévi) no es exclusiva de criaturas extraordinariamente malvadas: el mal, hasta el mal más inmundo, se puede cobijar en la estructura física y mental de un individuo tan banal y normal como Eichmann, que se limitaba a hacer lo que se esperaba de él. Porque ese mundo rígido, ordenado y cotidiano que era el Tercer Reich le daba seguridad: la seguridad de la costumbre. Y si la costumbre es deportar y matar, o producir, consumir, crecer y multiplicarnos como si no hubiese un mañana, sin pararnos a reflexionar sobre las consecuencias de nuestros actos, lo cierto es que no hay tanta diferencia. ¿O sí…?


 

CUANDO ES SISTEMA SOLAR YA NO ES SUFICIENTE

¿Os imagináis que en un solo día A Coruña (con sus 248.810 personas en 2014 según el INE) duplicase su población? ¿O que en una semana lo hiciese Barcelona? ¿Y si en poco más de medio año se doblase la población española, o en un quinquenio la de toda la Unión Europea…? Pues dejad de imaginar, porque esto es lo que está ocurriendo ya hoy a nivel mundial.

Cada día nacen 400.000 seres humanos y mueren 160.000: es decir, que hay 240.000 nuevas bocas que alimentar en el mundo… Cada día. En el año 1800 éramos menos de mil millones de personas sobre la Tierra. En 1900 casi el doble (1.650.000.000). Durante la primera mitad del siglo XX, el crecimiento poblacional fue de aproximadamente del 53%, mientras que durante el período comprendido entre 1950 y 2000, fue del 141% (1,78% en tasa anual acumulativa). A principios del siglo XXI éramos ya más de 6.000 millones. Y en poco más de diez años (2011) superamos los 7.000 millones. Actualmente la población crece en una década a un ritmo para el que hace apenas 200 años precisaba de todo un siglo. Todas las previsiones apuntan a que en 2050 estaremos muy próximos a los 10.000 millones de terrícolas (y nuestro ascensor sigue subiendo…). Si todos ellos adoptasen el nivel de vida de un español medio, la humanidad precisaría de entre 8 y 10 planetas como el nuestro para abastecer a toda la demanda de consumo. El truco está en que no todo el mundo vive como nosotros (¿seremos tan hipócritas de omitir en esta frase el adverbio “afortunadamente”…? Parece que sí).

El sistema económico del que nos hemos dotado no sólo intenta seguir el ritmo frenético de este crecimiento incesante: es que este capitalismo nuestro de cada día, además, lo fomenta porque lo necesita para seguir desarrollándose. La inteligencia y la eficiencia propulsan a la humanidad: educación, cultura…, la sociedad humana es un aglomerado de cerebros. Pero paralelamente se abre una brecha profunda entre el hombre y el mundo viviente. Las ciudades del hombre son cada vez más grandes, más fantásticas: representan una inmensa red donde todo converge. Ese progreso también modifica el régimen alimentario: en apenas 10.000 años, el rostro de nuestro planeta ha cambiado radicalmente.

El hombre emplea un tercio de la superficie terrestre para explotaciones agrícolas y según anuncian las previsiones más optimistas de los investigadores de The Nature Conservancy, debido a la superpoblación, las áreas urbanas se multiplicarán por cuatro en apenas 15 años y en otros 15 la agricultura le habrá robado al planeta otro 50% de tierra (una extensión en la que cabrá toda Europa, incluida la Rusia europea). Sin embargo, por si no fuera poco, el mayor de nuestros problemas no será ese. El verdadero dolor de cabeza deviene de que las sociedades, cada vez más opulentas, que residen en esas ciudades cada vez mayores, no se conforman con comer arroz y trigo; en las megalópolis la demanda de carne se dispara.

Lanzada a toda velocidad y en pleno apogeo, la ganadería se ha convertido también en una industria globalizada. Los tres exportadores más grandes son India, Brasil y Australia. En este vasto país de Oceanía, las áreas de explotación alcanzan el millón de hectáreas, hasta el punto de que los cowboys se han visto obligados a arrear el ganado desde helicópteros. En aras de la eficiencia se producen cruces genéticos entre las razas de vacas de mayor resistencia congénita, hasta obtener reses que son capaces de vivir solas todo el año.

El contacto entre humanos y cabezas de ganado tan sólo se produce durante la época en la que estas manadas ingentes son reunidas, marcadas y examinadas antes de ser vendidas en los mercados internacionales de Asia y Europa. Australia exporta más de millón y medio de toneladas de carne bovina. Los animales ya no se cuentan individualmente: se contabiliza su peso en vida o ya descuartizados. El animal se convirtió en un producto: la vaca es un producto.

EE.UU. fue el país pionero en esta mercantilización de la vida. Siendo la rentabilidad un imperativo, ya no hay cabida para la vida en libertad ni para la ganadería familiar. El sistema se basa en explotaciones ganaderas de engorde, que pueden contener hasta 100.000 cabezas de ganado hacinadas. Una alimentación sin pasto, a base de maíz y hormonas de crecimiento. Se alimenta a estos animales (herbívoros, recordémoslo) hasta con piensos de origen animal, elaborados con los despojos triturados de otros animales. Ese cóctel de proteínas fuerza el crecimiento de los bovinos. A esto se le llama ganadería intensiva. Los animales son alimentados bajo vigilancia científica. Pero en realidad se les sobrealimenta para que produzcan más carne aceleradamente y a menor coste, para mayores ganancias. Así que cierro los ojos.

Las vacas, así como las cabras, fueron transformadas en máquinas sintetizadoras de materias primas. Se les inyecta, por un lado, agua y pienso. Y, por otro lado, salen 700 millones de toneladas de leche al año. El animal sufre. A pesar de ello, hay que producir más y bajar el precio en los mercados. La automatización reduce los costes de mano de obra, lo que abre aún más la brecha entre el hombre y los animales. Quiero beber leche, pero prefiero no saber cómo se obtiene. Quiero comer carne, pero prefiero no mirar cuando matan al animal. Así que cierro los ojos.

Cada año, el hombre mata y despieza 60 mil millones de animales. Casi diez veces la población humana. En tan sólo un año. La ganadería intensiva y los mataderos industriales son los únicos capaces de satisfacer una demanda de carne que aumenta sin parar. El trabajo de la muerte se optimiza. Es una carnicería monumental. En contra de lo que muchos pensábamos, el modelo de trabajo en cadena se inventó en los mataderos a finales del siglo XIX, y después fue copiado por las fábricas de automóviles, por ser tremendamente eficiente y racional.

La industria alimentaria no hace sino responder a una demanda absurda: producir cada vez más para vender cada vez más barato. El trabajo en los mataderos es despiadado, así que evitamos pensar en ello. Cada empleado ejecuta un gesto aislado en la cadena, quitándole todo sentido a su oficio. Ya no se mata: se presiona meramente un botón. No se hacen cortes de cerdo: se desprenden pedazos. Y al final, ya no comemos animales propiamente dichos: comemos escalopes, entrecots, bistecs…, trozos. Pedazos anónimos, como si nunca hubiese habido vida en ellos. En este vodevil absolutamente racional y normal, la zona gris (esa en la que, recordémoslo, “se extingue todo residuo de piedad”) se expande hasta incluirnos a todos. En él cada uno ejecutamos nuestra labor de una forma completamente desapasionada, burocrática y eficaz, como los funcionarios que somos, cómplices necesarios de esta versión moderna de la banalización del mal.

Como si de aquel testigo en el juicio a Eichmann se tratase, cualquiera de nosotros podríamos subir al estrado a declarar. Y ante la pregunta atroz de si es posible matar a 165 millones de animales al día (¡al día!) obligatoriamente tendríamos que reconocer que sí. Y que el problema reside, no tanto en comérselos (haciendo desaparecer sus cadáveres), sino en asegurarse una nueva remesa (cada vez mayor) que sacrificar al día siguiente.


 

DE LAS CAVERNAS A LA LOCURA EN APENAS 500 GENERACIONES

De todas las familias de homínidos sólo queda una: la del homo sapiens, el hombre sabio que legó sus pinturas para la posteridad. Ocurrió hace 36.000 años en la cueva de Chauvet en Francia. El homo sapiens debe su supervivencia a la inteligencia. Fue probablemente ese poder el que lo llevó a representar su entorno: un millar de pinturas hechos con óxido de hierro y carbón vegetal, entre las que existen 14 especies animales identificadas: bestias peligrosas como el león, el mamut, el rinoceronte lanudo, el oso… El hombre no se dibuja a sí mismo. Dibuja a los demás seres vivientes: es consciente de su existencia.

Hace 36.000 años, sobre las paredes de las cuevas, el hombre prehistórico dibujaba bisontes, tigres, caballos salvajes…, porque les temía: vivía bajo el yugo de la naturaleza. Hoy, los roles se han intercambiado: el mundo salvaje está en manos del hombre. La naturaleza ha cedido el paso a la civilización. Toleramos su existencia. Los animales salvajes se han convertido en los refugiados de la tierra: tienen hambre, sed y miedo. Pronto no tendrán a dónde ir. Uno a uno desaparecen. Son sustituidos por todo un mundo doméstico: que alimenta, que sirve… Un mundo útil para el hombre. En 500 generaciones, es decir, en apenas 10.000 años, todo ha sido domesticado (o casi todo): la agricultura ha cambiado la faz de la tierra. Ahora, es el turno de la genética y la química. 4.000 millones de años de evolución habían forjado la vida en la Tierra y, en tan sólo algunos siglos, la especie humana lo ha alterado todo. A ese ritmo, ¿qué aspecto tendrá nuestro planeta mañana?

Aún estamos a tiempo para abrir los ojos ante lo que nos rodea. Y Terra es la historia de un viaje para reconciliarnos con este pálido punto azul que brilla en la inmensidad de la galaxia, el único hogar que hemos conocido.

10.000 años: apenas 500 generaciones del hombre han bastado para asolar los bosques y menoscabar la sabana. Las especies salvajes fueron obligadas a huir hacia las regiones más retiradas del planeta, multiplicándose los conflictos entre animales y humanos. De ahí surgió la necesidad de crear reservas naturales, como la del Delta del río Okavango en Botsuana. Uno de los pocos territorios donde el hombre es más raro que el animal. Pero convertir la naturaleza en santuario no resuelve mucho: se trata de una simple medida de precaución para no precipitar el fin del mundo.

Estos espacios protegidos pueden visitarse, como quien va al zoológico, pero a gran escala. ¡Qué magnífico espectáculo! Okavango es un territorio sin igual: es como entrar de repente en un planeta salvaje. Como mirar por un agujerito cómo podría haber sido el mundo de no haber existido el hombre. Contemplando esta maravilla me invaden pensamientos trascendentes: reflexiono si acaso mi historia no estará ligada a la de estos animales más de lo quisiera admitir. La misma reaviva mi memoria, un hilo invisible que relaciona mi existencia con la de los demás seres vivos. Miro a mi alrededor y compruebo que el acceso al Delta del Okavango sólo está permitido a aquellos que podemos permitirnos la tarifa. Sé que los ingresos obtenidos permiten administrar los territorios, siempre que continúen siendo rentables… Eso lo sé, pero también sé que me falta espacio. Mientras recargo mi rifle me da por imaginar qué pasará cuando el hipopótamo o el elefante valgan menos que la tierra que ocupan… Así que mejor pienso en otra cosa…, como en apretar el gatillo.

Con la diestra salvo; con la siniestra masacro. Se diezma al elefante por sus colmillos; al rinoceronte por su cuerno. Esos grandes animales, veteranos de la historia de la vida, son blancos fáciles para los cazadores furtivos. Sólo quedaban 20.000 rinocerontes en el mundo hasta 2014. En calidad de especie protegida se le creía a salvo. Pero entonces se produjo una hecatombe: en sólo un año 1.500 fueron abatidos a tiros por los traficantes. El cuerno pulverizado del rinoceronte es usado por la medicina tradicional asiática. La demanda desorbitada ha disparado su precio a 50.000 euros el kilo. El cuerno de rinoceronte vale ahora más que el oro… Cuantos menos elefantes haya, más caro se venderá el marfil. Cuanto más mato, más gano: especulo con la extravagancia de la vida. Sólo la caza deportiva genera en África 200 millones de dólares al año. Estoy luchando contra lo que yo mismo he creado.

Siempre que un animal salvaje no esté considerado oficialmente como una especie en peligro, se puede matar y exhibir su cadáver. En un almacén federal de Denver (EE.UU.), se guardan los animales incautados en el territorio estadounidense. Son miles de trofeos disecados, prendas de vestir, accesorios, medicinas…, arrancados a un mundo vivo. Se trata de un lúgubre inventario que narra la posesión, la crueldad, la dominación que caracteriza a mi especie. 30.000 años después, Denver sucede a la cueva de Chauvet, con la diferencia de que, en esta ocasión, sus muros relatan una gran locura: la mía.


 

¿CÓMO TRANSFORMA LA QUÍMICA DE ALGUNOS LA VIDA DE OTROS?

Todas las regiones del planeta corren peligro. Hasta en las regiones árticas todas las especies tienen sus días contados. Es el reino del oso blanco, el más grande de los carnívoros terrestres, cuyo testimonio a bordo de una pequeña placa de hielo a la deriva, debería habernos concienciado acerca del derretimiento del Ártico y sobre las catástrofes que acaecerán debido al cambio climático. Pero, al final, los osos influyen poco cuando ya hay empresas y países que se frotan las manos ante la mera expectativa de los beneficios económicos que devendrán de las nuevas rutas marítimas que atravesarán el polo norte una vez que el casquete desaparezca.

La marcha del progreso es una máquina imparable. Como los rompehielos nucleares que surcan el Ártico. Cualesquiera que sean las condiciones, Rusia despeja el camino a sus buques de comercio. Ya de nada sirve interpretar el viento y el hielo: a Siberia se puede ir haga el tiempo que haga. La meta consiste en llegar al puerto de Dudinka para cargar níquel. Este mineral es raro en la tierra, sirve para hacer aleaciones, y es uno de los más demandados por toda la industria metalúrgica mundial. A pesar de las durísimas condiciones (50 grados bajo cero y 4 meses de oscuridad) más de 170.000 personas viven todo el año en esta ciudad de cemento maltratada por la congelación y el deshielo. Vivir aquí es una proeza, pero a Norilsk no se viene de vacaciones, se viene a trabajar en la mina.

Norilsk no es más que un engranaje en una máquina monstruosa. Es la máquina que propulsa a la humanidad en una carrera demencial y espectacular a un mismo tiempo. Una máquina que podría envenenar el planeta entero. En Norilsk, por la mañana, no se mira al sol, sino la dirección de los humos que escupen las chimeneas industriales, para saber qué barrio estará contaminado esa jornada. Cada año este complejo arroja a la atmósfera dos millones de toneladas de carbono y azufre. Esos residuos industriales, al igual que los emanados por miles de fábricas repartidas por todo el mundo, recorrerán el planeta entero, transportados por los vientos y las corrientes. 50.000 moléculas sintéticas han sido fabricadas en un siglo. Éstas no existían antes del hombre. Hoy, esta química invade la tierra entera.

Un trabajador del campo, equipado con un potente equipo de dispersión, rocía un enorme campo de cultivo con un generoso chorro de pesticida. La nube de veneno que se forma alrededor de él ya debería ser lo suficientemente alarmante como para ponernos los pelos de punta, si no fuera porque comprobamos con estupor que no lleva más protección que un exiguo pañuelo atado sobre su vías respiratorias. ¿Le valdrá la pena? ¿Será consciente de lo que está respirando? ¿Por quién o por qué estará sacrificando su vida este hombre? Son preguntas que inevitablemente nos hacemos ante tan atroces imágenes. Y sin embargo, hemos de reconocer que todos tenemos algo de él, y que ser conscientes del peligro no nos detiene.

El 90 por ciento de la superficie agrícola está inundada con pesticidas. Se inyectan millones de toneladas de fertilizantes químicos en los suelos. Estos productos químicos fuertes cuestan la vida cada año a 200.000 personas, desde los trabajadores que los producen hasta los agricultores que los usan. Los agentes contaminantes están presentes en los tejidos vivos de las plantas, de los animales, y también de los humanos. Simplemente suben por la cadena alimentaria. Ahora corren por las venas de la mitad de la población europea: moléculas sintéticas procedentes de herbicidas. Más de un tercio del planeta cultivado del planeta se ha degradado y ha tenido que ser abandonado.

Cuando se creó, esta química no pretendía suponer una amenaza para el hombre y destruir la vida. Al contrario: buscaba mejorarla. Pero cuesta discernir entre progreso y peligro. Tras la química, se puso la esperanza en la genética. El sueño estaba ahí, al alcance de la mano: hacer brotar plantas donde fuera, hasta acabar con el hambre en el mundo, gracias a los organismos modificados genéticamente (OMG). Así el algodón fue alterado para que pudiera expeler su propio insecticida; el maíz para que resistiese a la mariposa que lo devoraba; la soja para que tolerase mayores dosis de herbicidas…

El cultivo de los OMG se extendió como la pólvora. Hoy son legales en 29 países. Existen dudas sobre sus efectos sobre la salud, y sin embargo el mundo entero come hoy OMG sin saberlo. Aunque los OMG se diseñaron para resolver el problema del hambre en el mundo, no han hecho más que agravarlo, pues con el maíz y la soja modificados genéticamente, se alimenta a las reses que son sacrificadas para satisfacer la cada vez más creciente demanda de carne a nivel mundial. Además, las semillas modelo Terminator (como las que comercializa el gigante Monsanto) están patentadas y no pueden ser duplicadas: sirven para un solo uso y luego deben comprarse, si se desea una nueva cosecha. ¿Hasta dónde llegará esta carrera forzada que impongo a los seres vivientes en nombre del simple lucro? ¿Cómo cohabitan en el mundo humanidades tan diferentes? ¿Cómo transforma la química de algunos la vida de otros? ¿Por qué hay hambre aquí y no en otra parte?

En 40 años ha desaparecido la mitad de los animales salvajes. Se calcula que 60.000 especies de plantas dejarán de existir antes de 2050 (sí, el mismo año en que frisaremos los 10.000 millones de habitantes sobre la Tierra). Además, existen factores imprevisibles, como inundaciones, olas de calor o enfermedades hasta ahora desconocidas. El ritmo de desaparición de la biodiversidad es cien veces más rápido que la tasa natural. Los factores se conjugan. Si sumamos la influencia del clima, las condiciones están dadas para iniciar una extinción masiva de las especies. ¿Cómo no temer que después de extinguirse las plantas, los animales y demás seres vivos, el hombre sea el siguiente en la lista? Cuando eso ocurra, ¿seguiremos cerrando los ojos? Quizás esta vez para siempre.

Sí…, ya sé lo que estás pensando: que es bastante deprimente ver este tipo de documentales y leer esta clase de reflexiones porque, casi obligatoriamente, nos paralizan por la frustración y el miedo al porvenir que nos hace sentir. Sin embargo, como te decía al principio, aunque hemos cometido muchos errores y muy graves, aún no es demasiado tarde: estamos a tiempo de pronunciar las palabras de un sortilegio cuya magia puede que todavía funcione. Palabras de un hechizo que se le atribuyen a Gandhi y que dicen así: Vive más sencillamente para que otros puedan sencillamente vivir. ¿Te gustaría saber cómo…? Te lo cuento por aquí con otra película

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Rubén Chacón

Periodista, publicista, colaborador habitual en distintos medios, autor de El Sorprendedor (Temas de Hoy, 2011), diseñador de juegos, cantante de End of Party, cinéfilo empedernido y padre de dos hijos.

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