The Quiet Girl (2022): Donde habite el afecto

XVII Festival de Cine Inédito de Mérida

Debemos quitarnos el sombrero cuando un autor debuta con una obra con este nivel de sensibilidad y belleza, combinadas con una maestría técnica apabullante. Colm Bairéad nos acerca al mundo infantil de la mano tierna de la “chica tranquila”, encarnada por la soberbia actriz debutante Catherine Clinch una niña que lee a Heidi antes de acostarse (toda una metáfora del guión). Cáit es una pequeña, algo retraída, que  habita en el condado de Waterford con una madre ausente (Kate Nic Chonaonaigh) y un gañán sin empatía por padre (Michael Patric). Ambos progenitores deciden que van a descansar de su hija durante el verano y la envían con la prima de su madre (Carrie Crowley) y su esposo (Andrew Bennett), un hombre taciturno y silente, aunque descubriremos el motivo durante el metraje.

Las interpretaciones de los padres adoptivos son excelentes, sobrias, desgarradoras. No precisan de histrionismo para transmitir su dolor, ni desmesura para llevarnos hasta el desgarro de su desconsuelo. Ambos consiguen ir cambiando la realidad de la niña con hechos, aparentemente cotidianos, como aceptarla, interesarse por sus sentimientos. Cuidarla. El mundo que comienza a envolver a la pequeña se convierte en un espacio mágicamente hermoso, donde la soberbia fotografía de Kate McCullogh (Normal People) y el diseño de producción de Emma Lowney consiguen rodearla de una paleta cromática de ocres y dorados, con un estanque misterioso incluido. Cada toma es una joya pictórica.

Asombra la capacidad del director para manejar el tempo emocional. Modulando, midiendo, como una partitura humana exquisitamente dirigida hasta un crescendo que, no por esperado, es menos intenso y desolador.

La fotografía juega con el contraste entre el fulgor del hogar adoptivo y la sombría paleta utilizada para la casa de Cáit. El uso del tempo es a fuego lento. En Adagio. Incluso el director se permite ralentizar aún más en una bellísima secuencia donde Cáit corre hacia su futuro, dejando atrás sinsabores y padecimientos. Joan Sheehy desarrolla un excelente papel en su brevedad. A ella le corresponde ser la vecina díscola y lenguaraz que revela a la niña la terrible verdad con una interpretación plena de cinismo y humor negro. The Quiet Girl es capaz de extraer toda la belleza rural sin sospecha de sensiblería ni exceso de preciosismo visual. La experiencia del autor en documentales donde destaca la belleza de Irlanda le permite extraer todo el jugo visual a una película que se muestra en tres claras capas: la excelencia visual, la densidad humana y la seguridad en la narración minimalista, pero suficiente.

El estudio de tipos humanos no tiene desperdicio. La niña vive en el vórtice de una familia desestructurada, carente de empatía. Incluso las hermanas carecen de cualquier capacidad afectiva con respecto a Cáit. No hay ninguna muestra de cariño ni de interés en la pequeña ni entre ellos mismos. Son seres vegetativos, anómalos, incapaces de ponerse en el lugar del otro. De hecho el distanciamiento es incluso idiomático, ya que el padre de Cáit habla en inglés, dejando patente el cisma cultural inglés/irlandés.

De algún modo podría hablarse de una variedad de abuso en el abandono afectivo hacia la hija y hermana. Las referencias fílmicas podrían ser Petite Maman, de Céline Sciamma, por la delicadeza en el tratamiento de esta narración (una adaptación del cuento Foster, de Claire Keegan que el director tuvo que ampliar dada su brevedad). También bebe de los trabajos iniciales de Lynne Ramsay con su Ratchatcher, con niño y experiencia traumática en el Glasgow de los 70, que escapa con habilidad del panfleto progre de turno para narrar una historia llena de esperanza y melancolía. La forma en que la niña observa los detalles remite al cortometraje Gasman (Lynne Ramsey), así como la forma de capturar las emociones y el recurso intimista. También remite a la obra de Yasujiro Ozu en su crítica indirecta a las estructuras sociales, atrapando emocionalmente al espectador.

La interpretación de Catherine Clinch es fresca, espontánea, consumada, dejando que la cámara extraiga la intensidad de su mirada. Su rostro es un permanente descubrimiento de un mundo nuevo donde “todo lo que necesitaba es un poco de atención”. Narrar sin palabras. Describir la personalidad de los personajes por sus actos. Uno de los momentos más expresivos es cuando el padre recibe como regalo unos ruibarbos que se caen al suelo y ni siquiera hace ademán de agacharse a recogerlos. Un certero modo de describir la psicología básica y pedestre  del hombre. Uno de estos momentos es cuando el padre apaga el cigarrillo, despectivamente, sobre la comida ante la asombrada mirada de Eibhlín. El peso emocional es sigiloso y filmado en 4,3 en composiciones de magníficas texturas. Huyendo de las transformaciones excesivas o de las epifanías al uso, la interpretación de la niña es matizada, casi silente, a modo de pianissimo musical. Del despecho inicial y el desapego afectivo en un hogar donde no habitan los afectos, Cáit disfruta de un interludio vital donde la aceptación y la pertenencia marcarán su vida futura. La estancia en casa del matrimonio le descubre un mundo distinto, amplia su visión de la realidad, constreñida en un grupo familiar disfuncional y anárquico. Al comprender que existe una belleza en la bondad, probablemente le sirva para encontrar un rincón de consuelo en el futuro. Para retornar. Para dejarse navegar por el recuerdo de su viaje iniciático al afecto. Asombra la capacidad del director para manejar el tempo emocional. Modulando, midiendo, como una partitura humana exquisitamente dirigida hasta un crescendo que, no por esperado, es menos intenso y desolador.

The Quiet Girl es honesta, hermosa, frágil, de corazón puro, que te hace desear un mundo mejor.

El diseño de vestuario de Emma Lowery y Louise Stanton permite capturar un escenario de los 80 (donde el formato de las televisiones era 4,30) que, perfectamente, podría asemejarse a la década de los 50 (pese a estar ambientada en la huelga de hambre de 1981). Cuando la niña se acerca al arcón frigorífico, abre sus ojos de asombro ante aquel desconocido objeto. La paleta de la directora dibuja un cosmos melancólico, pleno de intimidad, sin adentrarse en los excesos del sentimentalismo. Siempre en equilibrio (quizás la descripción más acertada de su estilo), haciendo del comedimiento la marca de la casa. La opera prima de Bairéad es un delicioso cuento cruel (si se me permite el oxímoron) donde la excelente partitura de Stephen Rennincks (sin olvidar los sonidos de la naturaleza), se hibrida con las imágenes minimalistas para adentrarnos en el mundo intenso y silente de Cáit que recuerdan aquellos interminables (e inolvidables) veranos de la infancia. Posee la información narrativa necesaria, sin excesos, sin  florituras estilísticas, sin exposiciones obvias. Uno de los aspectos más destacables del film es la descripción de la relación entre Séan y la pequeña. El modo en que avanzan el uno hacia el otro (la comunicación sin palabras), los moldes que van rompiendo, las barreras emocionales que superan, nos comunican que el amor y el afecto es lo que conforman las familias. No los lazos de sangre.  Que gestos, aparentemente livianos, como dejar una  galleta o medir el tiempo de una carrera mágica, pueden reforzar los afectos más que los vínculos de nacimiento.

El mundo de Cáit se nos ofrece visualmente en forma de puertas o pasillos, a través de cuyo enmarcamiento miramos a los personajes. Una opción que constriñe, apoyada por el formato cinematográfico, el mundo de la niña, mostrando los límites y el modo de enfrentarse al mundo en la infancia.

Se ha  convertido en la película en gaélico con mayor recaudación de todos los tiempos. Ha ganado importantes premios en festivales internacionales de cine en Berlín y Dublín, triunfando en ocho de las once categorías en los Irish Film and Television Awards de este año.

El soundtrack es emotivo y penetrante. (Mejor Música Original de Stephen Rennicks Irish Film & TV,) donde construye un poema apacible que se fusiona con la historia con fluidez. Predominio de la cuerda para etéreas y apacibles melodías.

The Quiet Girl (An Cailin Ciuin), es una narrativa honesta, hermosa, frágil, de corazón puro, que te hace desear un mundo mejor. Una humanidad con mayor capacidad de empatía, de reciprocidad, donde puedan florecer los corazones como el de la pequeña Cáit. Una empresa en la que no debemos rendirnos.

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