El reality llega a los documentales de naturaleza

«Lo que el pulpo me enseñó cuenta la historia del hombre moderno que busca refugio en la naturaleza, el reencuentro con uno mismo a través del retorno a la tierra»

El documental de naturaleza es quizás hasta ahora el más puro de los géneros cinematográficos, si es que se le puede llamar género. La ambición por documentar lo que sucede allá en donde no podemos estar ha mantenido cierta normas formales y narrativas que incluso hoy parecen resistirse a romperse. La limitada interacción entre medio y observador; la ausencia de un relato elaborado, o ficcionado, en ese afán por mostrar la realidad del mundo observado; o la intención de acercarse a la objetividad, en la medida que el inevitable punto de vista lo permita.

Cuando estas normas se rompen de manera deliberada suele surgir la polémica, desde Buñuel con sus Hurdes, tierra sin pan (Luis Buñuel, 1933), pasando por Félix Rodríguez de la Fuente y sus cuestionables recreaciones, hasta hoy cuando se genera desde cero una escena con técnicas de animación. Pasó también con la aclamada escena de persecución de una higuana por serpientes en la serie documental Planeta Tierra II (Planet Hearth II, 20016). El hecho de contar con una narración precisa y contundente, unido a la fragmentación tan cinematográfica de la acción y por supuesto las referencias cinematográficas no ocultas de su montador, como Nolan o Hitchoock, no pudo evitar las críticas por esa ruptura de la objetividad inherente al documental de naturaleza, al aplicar técnicas y narrativas propias de la ficción. Sin embargo, en 2021 aparece un supuesto documental de naturaleza concebido con técnicas propias del ya omnipresente reality televisivo y el mundo se rinde a sus pies. Y ojo, no lo digno con intención despectiva, soy de los que encuentro en el reality más moderno una sugerente y en ocasiones sofisticada forma de narración audiovisual.

¿Por qué entiendo este film como un reality? Principalmente porque presenta una ficción con elementos propios del documental con intención, bajo mi punto de vista, no de engañar, si no de ofrecer una narración más atractiva para el potencial espectador. Me sucede con muchos realitys, de los que antes he dicho que me resultan sugerentes en lo formal y no siempre deshonestos en sus intenciones, que si trato de pensarlos en términos de ficción audiovisual tradicional se caen por la pobreza de sus argumentos, la simplicidad de sus personajes o el poco ingenio en sus diálogos. Sin embargo, la forma consigue revisitar fórmulas manidas de ficción y hacerlas atractivas empleando esa supuesta mezcla entre ficción y realidad. Acoto, no estoy hablando del mockumentary, tan de moda en la pasada década, si no del propio reality como forma de ficción.

Lo que el pulpo me enseñó cuenta la historia del hombre moderno que busca refugio en la naturaleza, el reencuentro con uno mismo a través del retorno a la tierra y además lo hace al más puro estilo Disney, antropomorfizando un animalito y convirtiéndolo en amigo del protagonista.

El animal, por cierto, es el pulpo, del que hasta hace dos días se pensaba que era directamente no social, cualidad que todavía hoy se está debatiendo. Estamos, por tanto ante un cliché postmoderno, con una estructura argumental clásica que basa su atractivo en la forma. Si hace unas décadas la ciudad era representada como un lugar de libertad en donde el individuo podía ser uno mismo, de unos años para aquí el pueblo, la naturaleza, el origen ya mítico del individuo urbanita se convierte en el lugar en donde encontrar la paz arrebatada, y Craig Foster, el protagonista, se presenta como la quinta esencia de ese urbanita ahogado por la tecnología que busca en Sudáfrica la paz que el mundo civilizado le niega.

La pieza se expone casi como un diario personal estructurado en torno a la narración del protagonista y sus incursiones en el mar, preparado apenas con su cámara. Esto hace pensar en que el autor del mismo es el propio Craig Foster pero no es así, el guion y la dirección corren a cargo de Pippa Ehrlich y James Reed. Foster ni siquiera figura como director de fotografía u operador de cámara, sus créditos se limitan al de protagonista y productor, además de fotógrafo, que no está mal, pero desde luego sí parece alejado de esa película casera e intimista a la que parecemos asistir.

¿Estamos asistiendo entonces a una recreación de la experiencia de Craig? ¿A una ficción? ¿A un reality? O peor aún, ¿cómo sabemos que Craig consigue encontrase siempre con el mismo pulpo? En estas dudas es donde, al menos yo, sitúo el reality. Cualquier espectador medio es capaz de ver el artificio, sin embargo, lo acepta y está dispuesto a entrar en la historia.

A la vez, es aquí donde surge una de las grandes novedades del documental, que tiene que ver esta vez más con su contenido: El protagonista es Craig, y no el pulpo.

Son habituales los presentadores o figuras reconocidas que articulan la narración de los documentales, pero no suelen pasar de ahí, sin embargo, este no es el caso de Craig. El interés está en lo que el pulpo le va a enseñar al protagonista, en el arco de transformación que por este encuentro va a desarrollar el mismo y es precisamente aquí en donde se da la mano con otro cliché postmoderno: el animalismo. Aunque aparentemente lo importante puede parecer el pulpo, realmente este es una excusa para mostrarnos las angustias y descubrimientos vitales de su protagonista, el pulpo es un mono complemento que resulta enternecedor en la medida que hace cosas que el protagonista reinterpreta como parecidas a las de un humano, cuando simula un caminar bípedo, cuando le acerca uno de sus tentáculos para tocarlo, cuando cree entablar una “amistad” con él… Sufrimos cuando es perseguido o atacado por tiburones pero nos enternecemos cuando lo vemos cazar a él, todo queda al servicio de las intenciones de los realizadores por situarnos del lado del pulpo.

¿Y la estructura dramática? Asombra lo medida que está, el trabajo en guion y edición, tan unidos en el documental, es verdaderamente asombroso. Toda la acción del pulpo parece adquirir sentido dentro de la historia y culmina con un hallazgo narrativo que cierra de un modo ejemplar la pieza, de manera circular, subrayando el mensaje final de ciclo continuo de la naturaleza.

Dicho todo esto, me sucede que, pese a que el viaje llega a ser interesante por todo lo expuesto, si prescindimos de la forma, queda vacío. Una historia manida y que abraza la cursilería entre un señor y su pulpo en donde el buenismo y la subjetividad campa a sus anchas. Me resulta curioso por este mismo hecho que el documental lo produzca Netflix, plataforma que tomó una peculiar decisión con Nuestro Planeta (Our Planet, David Attenborough, 2019): recomendar a los amantes de los animales qué escenas deben evitar para no herir sensibilidades, ofreciéndoles los códigos de tiempo de las mismas mediante un tweet.

Uno se pregunta si no va en contra del sentido de un documental de naturaleza el omitir las partes que puedan resultar desagradables al espectador, sin embargo, el éxito de Lo que el pulpo me enseñó parece confirmar una tendencia hacia esta forma de entenderlos. No seré yo quien se oponga a romper las rígidas normas de este formato, aunque si este es el camino, a mí no me interesa.

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