Índice de artículos de la serie Fotogenia de la Guerra Fría
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Al hablar de Kennedy, mencionábamos las relaciones que mantuvo para la pantalla con Forrest Gump (1994). Así mismo, ésta película, a la vez entrañable y reflejo de una época, tiene que ver con la guerra de Vietnam. Es en aquel conflicto en donde Gump conoce a Bubba y al teniente Dan, donde gana la Estrella de Plata y es recibido nuevamente en la Casa Blanca, esta vez por el presidente Johnson a quien tiene a bien enseñarle el culo. Con Vietnam están relacionadas también las escenas que discurren en Washington en las demostraciones contra la guerra. Y, finalmente, la locura pasajera del teniente Dan, es un producto de la neurosis de guerra que sufrieron las tropas y el olvido que les deparó su propia administración. Así pues, si debiéramos recomendar alguna película sobre este conflicto, Forrest Gump sería una buena opción. Pero hay muchas más. Antes de enumerar las más ilustrativas, vale la pena que repasemos qué ocurrió en el sudeste asiático entre 1955 y 1975.
Entender lo ininteligible, o cómo se generó la Guerra de Vietnam
Cuando los franceses se retiraron de Indochina, dejaron un Vietnam dividido en dos. El Norte comunista siempre aspiró a unificarse con el Sur pro–occidental dirigido por el general Ngo Dinh Diem, su hermano y su cuñada desde 1955. Corrupción generalizada por un lado y diferencias insalvables entre un gobierno católico y la población budista, hicieron al gobierno Diem completamente impopular. Para muchos habitantes del Sur la única solución para resolver este problema era unificarse con el Norte, algo a lo que el gobierno de Hanoi aspiraba igualmente. Los EEUU, que estaban tras el golpe de Estado que dio el poder a los Diem, enviaron 700 asesores militares en la era Kennedy y 1.200 millones de dólares de ayuda. Por otra parte, se constituyó el Frente de Liberación Nacional de Vietnam, conocido como Vietcong a fin de estimular la resistencia en el Sur contra los Diem y lograr la unificación con el Norte.
En 1959 los bonzos budistas empezaron a inmolarse como teas en protesta por la corrupción y la falta de libertades públicas. A partir de ese momento y en el cuarto de siglo siguiente, Vietnam ocuparía por derecho propio un lugar en la primera plana de la información. Ese mismo año murieron los dos primeros asesores militares norteamericanos en Vietnam. Les seguiría un total de 60.000 soldados norteamericanos muertos y 303.000 heridos, realmente poco porque también murieron otros 250.000 militares survietnamitas, 1.000.000 de combatientes norvietnamitas y 2.000.000 de civiles. Sería el tiempo de la Guerra Fría, pero en el sudeste asiático era muy caliente.
La guerra se presentó como un choque entre el mundo comunista y los EEUU, pero fue algo más: después de Vietnam ya nada sería igual en los EEUU. Por primera vez los soldados norteamericanos participaron en una guerra en la que no tenían claros los objetivos. Durante mucho tiempo, las batallas y el balance parecían dar la victoria a los norteamericanos, pero era sólo una ilusión: de victoria en victoria, llegaron a su derrota final. Ni los soldados norteamericanos tenían claro qué hacían en Vietnam, aparte de cerrar bolsas de plástico con los cadáveres de sus camaradas, ni los norteamericanos querían seguir abriendo aquellas siniestras bolsas en las que 60.000 de sus hijos emprendieron el viaje de retorno.
Aquella guerra no se podía ganar porque el aliado vietnamita, en realidad, era un ejército corrupto, sin voluntad de lucha, ni interés por otra cosa que no fuera defender el propio status. Hanoi y el Vietcong tenían un objetivo (la reunificación del país), mientras los norteamericanos luchaban por algo que ni siquiera decía nada a los survietnamitas (la “democracia”). No podían invadir el Norte que, por su parte, no solamente apoyaba al Vietcong sino que infiltraba sus unidades regulares por la “ruta Ho Chi Min”. Para interrumpirla, el Pentágono decidió el bombardeo del Norte induciendo a los norvietnamitas a que enviaran sus contingentes a través de Laos y Camboya. De ahí que, poco a poco, la guerra se fuera extendiendo por estos países y el avispero creciera.
Crónica apresurada de un conflicto interminable
En el capítulo anterior aludimos a la responsabilidad de JFK en el inicio de la guerra de Vietnam. Ahora podemos precisar un poco más. No es que, si Nixon hubiera vencido a Kennedy en las elecciones presidenciales de 1959, las cosas hubieran sido muy diferentes, es que Kennedy aceleró la atomización de la administración sudvietnamita cuando impulsó el golpe de Estado que en 1963 derrocó (y, de paso, asesinó) a Ngo Dinh Diem. En el año siguiente, Vietnam del Sur tuvo diez gobiernos diferentes y en 1964, a la acción del Vietcong se sumaron unidades regulares del ejército norvietnamita. A cada atentado y a cada muestra de que el régimen de Sur se tambaleaba, el presidente Johnson, sucesor de JFK, aumentaba el número de “asesores” militares y el presupuesto de ayuda militar.
El objetivo de “abatir al comunismo” en Vietnam no estaba claro para el ciudadano norteamericano. El rústico patán de la América profunda ni siquiera sabía dónde se encontraba Indochina, aunque sospechaba que al sur del Río Grande. Vietnam estaba demasiado lejos y era demasiado pequeño como para que algún ciudadano estadounidense viera amenazada su seguridad. Mientras, el Vietcong luchaba para unificar su país y el gobierno de Vietnam del Norte aspiraba a realizar su sueño imperial: dominar toda Indochina, algo que habían intentado desde la Edad Media. El hecho de que existieran diferencias acusadas de opiniones entre el Vietcong y el gobierno de Hanoi, y que al Sur hubieran ido a parar 1.000.000 de habitantes del Norte que huyeron de los comunistas en los años anteriores, fueron algunos de los elementos que restaron eficacia a las ofensivas contra el gobierno de Saigón y retrasaron su desplome.
Vale la pena aclarar un poco la composición de las partes: el gobierno de Hanoi era comunista; en cambio, el Vietcong no lo era. Se trataba de un frente nacionalista formado por budistas, minorías étnicas y ex Viet Minh (combatientes por la independencia contra Francia). A medida que la guerra se fue desarrollando, el Vietcong fue aceptando el mando militar norvietnamita. Aquella no fue una guerra de movimientos, ni de posiciones, sino una clásica guerra de guerrillas. Cuando se elije una guerra de este tipo, quien lo hace es consciente de que va a tener que soportar un número extraordinariamente alto de bajas: pero que si logra resistir, la victoria es suya.
Por el contrario, cuando el Vietcong y el ejército norvietnamita, intentaron ofensivas clásicas, como en 1968 en la famosa “ofensiva del Têt”, si bien es cierto que se combatió hasta en las dependencias de la Embajada de los EEUU, lo cierto es que el balance de la operación se cerró con una victoria táctica norteamericana. Otra operación similar, el cerco de la base norteamericana de Khe–Sanh acabó también con la derrota de los atacantes que, tras meses de asedio, se vieron obligados a levantar el cerco. Khe–Sanh no era Diem–Bien–Phu.
Hasta 1964, el Vietcong pensaba que podía obtener la victoria contando con sus propias fuerzas, pero, a partir de ese momento, especialmente tras el llamado “incidente de Tonkín” (en donde, básicamente, los EEUU, literalmente, inventaron una agresión que jamás existió contra uno de sus destructores), cuando el presidente Johnson dejó de enviar “asesores” y pasó a enviar tropas regulares, se convencieron de que solamente podrían vencer con la ayuda de las divisiones norvietnamitas. A partir de ahí se produce la “escalada” bélica.
Hasta 1968 dio la impresión de que el potencial norteamericano, especialmente de su fuerza aérea estratégica (cuya columna eran los superbombarderos B–52), estaban consiguiendo paliar la ineficacia del Ejército survietnamita. Luego, a pesar de conseguir salvar la base de Khe Sanh y de rechazar la “ofensiva del Têt” todo se torció, en primer lugar porque la protesta interior contra la guerra había ido creciendo en los EEUU y contribuía a que la moral de sus tropas estuviera cada vez más mermada. En segundo lugar, porque se conoció la implicación de los marines en masacres como la del pueblo de My–Lai. Finalmente, porque la disciplina y eficacia de las unidades militares era mínima: deserciones, utilización masiva de drogas, agresiones contra oficiales, ineptitud manifiesta de la oficialidad, casos de indisciplina y, para colmo, racismo entre los distintos grupos étnicos que componían el ejército, estaban a la orden del día. Todo ello generó un verdadero colapso en la moral del ejército y de la sociedad norteamericana. Inmediatamente apareció la sensación de que había que retirarse lo más pronto posible de allí.
De la “vietnamización” a la evacuación de la Embajada USA, pasando por París
Derrotado por Vietnam, Johnson se retiró amargado sabiendo que pasaría a la historia como el “presidente de la derrota”. En las elecciones de 1969 se impuso Richard Nixon manejando una sola palabra: “Vietnamización” que era como decir, “que se las arreglen ellos; nosotros nos vamos a la voz de ya”. La palabra se convirtió en estrategia después de la cinematográfica “batalla de la colina de la hamburguesa”. En febrero de 1969 se iniciaron las conversaciones entre EEUU y Hanoi en París. Para hacer menos bochornosa la retirada, Nixon prometió mantener la ayuda económica a Vietnam del Sur e inició una campaña de bombardeos sobre las rutas comunistas de Laos y Camboya. En pocos meses cayeron sobre estas zonas (y sobre Vietnam del Norte) más bombas que todas las que habían estallado durante la Segunda Guerra Mundial en todos los frentes. Nixon estaba dispuesto a retirarse, pero no a ser el primer presidente de los EEUU que perdiera una guerra.
En 1973, cuando Nixon fue reelegido por segunda vez, estaba claro que la vietnamización había sido un fracaso absoluto y que, si bien los bombardeos y las incursiones habían liquidado buena parte de la infraestructura de Hanoi y del Vietcong en Camboya, en realidad, el territorio controlado por el Norte había aumentado y su moral seguía alta. La estrategia norteamericana varió: ataques aéreos masivos sobre el Norte para lograr sentarlos en la mesa de negociaciones.
Lejos de allí, ese mismo año, estalló la Tercera Guerra Árabe Israelí y los países árabes respondieron con el embargo petrolero. Todos los países occidentales restringieron sus presupuestos y los EEUU disminuyeron su ayuda a Vietnam del Sur. Washington inicio la “política del ping–pong” con la visita de Nixon a Pekín (en donde, el inefable Forrest Gump estuvo también presente). Dado que la URSS mantenía un contencioso territorial con China, tampoco se encontraba en disposición de aumentar los envíos de armas a Vietnam. Y, para colmo, si la moral de los soldados norteamericanos estaba por los suelos, los norvietnamitas y el Vietcong habían perdido decenas de miles de cuadros. La negociación era la única salida al conflicto. El 27 de enero de 1973, las partes firmaron los Acuerdos de París. El escándalo Watergate, puso en entredicho la presidencia de los EEUU y obligó a Nixon a dimitir al año siguiente. Después de meses en los que era evidente que Hanoi había roto los acuerdos firmados, el 29 de abril de 1975, se inició la ofensiva final para tomar Saigón. La evacuación mediante helicópteros de la Embajada de los EEUU fue el último acto de la tragedia. Telón.
Vietnamitas abordando la embajada de Estados Unidos
Un interés creciente del Hollywood por Vietnam
El interés de Hollywood por la guerra de Vietnam fue tardío e, inicialmente, poco afortunado. Apareció cuando el Pentágono ya tenía perdida la partida en el terreno de la propaganda y los movimientos de Peace for Vietnam llevaban un lustro difundiendo sus mensajes. Le correspondió a John Wayne asumir la pesada carga de explicar a los norteamericanos lo que estaban haciendo en Vietnam y lo hizo a través de la película The Green berets (1968, Boinas verdes). El patriótico coronel encarnado por Wayne consigue convencer al escéptico periodista liberal, interpretado por “el fugitivo” David Janssen, sobre la bondad de su causa. Obviamente, la película fue impulsada por el Pentágono, que deseaba popularizar la idea de que se estaba defendiendo la democracia en Vietnam del Sur. La Warner se esmeró. La proyección de la cinta dio lugar a enconadas manifestaciones de protesta de los partidarios pacifistas y su efecto propagandístico fue tan nulo que nunca más volvió a intentarse. No fue una gran película, pero sí es rigurosamente necesario verla para entender el planteamiento del Pentágono y las líneas argumentales de la propaganda norteamericana. Debieron de transcurrir casi diez años para que algún director se atreviera a filmar algo más sobre la guerra de Vietnam.
No fue sino hasta la segunda mitad de los años setenta, cuando, en un clima completamente diferente (la new left ya no existía y la contestación se ausentó sin dejar señas; la opinión pública norteamericana quedó traumatizada por las escenas de la evacuación de su embajada en Saigón, por los boats–peoples y por las noticias sobre las masacres de los kmers rojos) la sociedad norteamericana pareció predispuesta para aceptar cualquier cinta que reflejara su nuevo estado de ánimo. Y entonces apareció un cine sobre Vietnam mucho más maduro, ecléctico e, incluso, espectacular. Fue el momento en que irrumpieron dos grandes cintas gracias a las cuales el público pudo aproximarse –tardíamente, eso sí– a entender algo de lo sucedido: The Deer Hunter (1978, El Cazador) de Cimino y Apocalyse Now (1979) de Coppola.
El cazador (1978) y Apocalyse Now (1979)
Cimino ofreció un retrato de la sociedad norteamericana que debió soportar el peso de la guerra. Eran los “chicos sanos” de la América más auténtica, trabajadores que sólo querían formar una familia, beber cerveza entre amigos y cortar el pavo el Día de Acción de Gracias; cumplieron cuando su gobierno les requirió servir a su patria, a pesar de que la causa no era justa, el aliado vietnamita infame y la situación enloquecida. De hecho, la película es la historia de uno de aquellos soldados que se quedó atrapado jugando a la ruleta rusa, tras pasar por los campos de prisioneros del Vietcong. Un canto a la amistad, a fin de cuentas.
En cuanto a la cinta de Coppola se trata de una adaptación extraordinariamente brillante de la espeluznante novela de Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas. El río Congo del relato originario que debe remontar el protagonista, pasa a ser el Mekong y el coronal Kurtz (Marlon Brando) es la traslación del encargado de la factoría avanzada que se volvió loco con todo lo que vio en el corazón de África. La sordidez de la película, por increíble que parezca, es verídica: existió un coronel de tropas aerotransportadas que gustaba atacar el Vietcong con música de Wagner en los altavoces, existieron las conejitas del Play–Boy que fueron a animar a los soldados y acabaron tan enganchadas a las drogas como ellos, existieron las posiciones avanzadas, olvidadas por el Pentágono, en las que la brutalidad y la lucha por sobrevivir habían sustituido a cualquier idea de “misión”. Y existieron, finalmente, soldados, enloquecidos por la droga y por el insoportable espectáculo de la barbarie, que desertaron y se unieron en las zonas extremas de Vietnam, Laos y Camboya, a la etnia de los “montagnars”. Como el coronel Kurtz protagonizado por Marlon Brando.
Si El Cazador es el primer testimonio de los soldados que vivieron Vietnam como una pesadilla que alteró su ánimo y su conciencia, Apocalypse Now es el testimonio mismo de la locura. Ambas películas son de visionado necesario para atisbar lo que fue aquel conflicto.
Vietnam, el nuevo cine bélico
La historia de la guerra de Vietnam ya no fue igual después de estas dos películas. A partir de ese momento, apareció todo un subgénero cinematográfico de explotación sobre aquel conflicto. La Segunda Guerra Mundial quedaba ya demasiado lejos como para que interesara mucho a las nuevas generaciones y la Guerra de Corea nunca había logrado capturar la atención de la opinión pública. Vietnam fue fuente de inspiración para cineastas en busca de un lugar en la historia del Séptimo Arte.
Ya no se trata de abrir caminos nuevos (estos ya habían sido arados por Cimino y Coppola). Se trataba de ver quién componía la visión más cruda sobre aquella guerra. Oliver Stone, siempre predispuesto a convertir la historia en denuncia social, atacó con brío en tres cintas: primero fue Platoon (1986), que dio un retrato poco favorecedor del cuerpo de marines de los EEUU. Como para fiarse de los “camaradas” y del “Semper fidelis”. Es la historia de un recluta destinado a la frontera entre Vietnam y Camboya. El horror, sin los artificios novelescos utilizados por Coppola. El horror porque sí, porque nadie entendía aquella guerra y la locura carcomía a las tropas. No es histórica, pero, desde luego, tampoco es una exageración: así estaba la moral norteamericana en Vietnam. Luego siguió Born on the Fourth of July (1989, Nacido el 4 de julio) en donde un atontolinado Ron Kovic (Tom Cruise), que realmente existió y dejó su testimonio autobiográfico, se presenta voluntario para servir a su patria y, enviado a Vietnam, irá cambiando de opinión, especialmente cuando quede en silla de ruedas y abandonado a su suerte por aquellos a los que iba a defender. Finalmente, Heaven and Earth (1993, Cielo y Tierra) nos cuenta la historia –bastante habitual– de un sargento que volvió a EEUU casado con una vietnamita. Nos sirve para aproximarnos al conflicto desde el punto de vista vietnamita. Las tres películas suponen tres puntos de vista diferentes sobre el mismo conflicto. No reflejan al pie de la letra lo que fue la guerra de Vietnam, pero si son fieles a situaciones y hechos objetivos que allí ocurrieron.
Hamburguer Hill (1987, La colina de la hamburguesa) de John Irving, abunda en los mismos temas pero acentuando la crudeza de las escenas. Los pipiolos novatos de la División 101 fueron encargados de conquistar una altura que los norvietnamitas no estaban dispuestos a dejarse arrebatar. La batalla existió verdaderamente y formó parte de las contraofensivas para evitar la caída de la base norteamericana de Khe–Sanh. Poco a poco, a medida que intentan asaltar una y otra vez las alturas de la colina, se van deshumanizando más y más. Al final, todo “olía a victoria”, esto es, a napalm. Su dignidad había ardido también.
Una última película resulta imprescindible para tener otra visión del conflicto: en Full Metal Jacket (1987, La chaqueta metálica), un Kubrick imprescindible, mejor que nadie, nos mostró en la primera parte, el entrenamiento de los marines y en la segunda, las escenas más realistas del conflicto, casi un documental. La película plantea el problema de que no todos los reclutas están preparados para la instrucción que reciben y no todos sirven para combatir. La primera parte es antológica: el recluta que entra como un chico joven, normal, de su tiempo, se convierte al cabo de dos meses en una peligrosa máquina de matar. El recluta aprende a renunciar a su ego, a su existencia personal y a su conciencia racional, para integrarse en una unidad (la suma de muchos como él con un personalidad y una conciencia comunes y únicas) y para reaccionar instintivamente ante el enemigo.
Con My–Lai en la memoria
Cuando el teniente William Calley del Cuerpo de Marines de los EEUU penetró con su unidad en la aldea de My–Lai, poco sospechaba que en los cuarenta años siguientes su rostro iba a ser recordado como el arquetipo del carnicero. El dramatismo del episodio no ha aconsejado una película sobre el tema (Stone lo intentó, pero su Pinkville sigue inédita) aunque ha sido tratado en documentales y ha aparecido tangencialmente en otras películas.
En Seven Psychopaths (2012, Siete psicópatas), uno de los personajes, el vietnamita, ha perdido a mujer e hijos en la aldea de My Lay. Aprovechará su estancia en los EEUU para convertirse en vengador. Igualmente, una de las escenas de Platoon evoca aquella masacre sin mencionarla, pero reproduciendo los parámetros históricos que se dieron (una tropa inmadura, agotada, mal dirigida y sin liderazgo, psicológicamente desecha).
La película italiana, My Lai Four (2011) de Paolo Bertola, se basa en el relato de Seymour Hersh (o al menos en una versión libre del mismo). No se ha estrenado en el ámbito hispanoparlante y no registró críticas muy buenas, pero la citamos por ser la única que está íntegramente dedicada a aquel lamentable episodio bélico. Con todo, refleja perfectamente la tensión en el que se encontraban los marines, después de varios días de emboscadas y pérdida de hombres, cuando entraron en My Lai. Claro está que podemos hacernos una idea aún más concreta recurriendo a documentales (hemos dicho que cuando falten películas para ilustrar un episodio histórico nos serviremos de documentales para suplir la carencia).
Dos son los que han tratado sobre la masacre y ambos con una buena puntuación. Se estrenaron con pocos meses de diferencia y cada uno tiene interés a pesar de sus planteamientos diferentes. En My Lai, american Experience (2010), se cuentan las cosas tal como ocurrieron sin el recurso artificioso de atenuar responsabilidades. Las filmaciones históricas se alternan con declaraciones de quienes participaron en los hechos. Un perfecto trabajo de investigación que nos dice, exacta y rigurosamente, lo que ocurrió, por qué ocurrió y lo que siguió.
El documental francés Les fantômes de My Lai (2009), elaborado para la televisión de aquel país, discurre por derroteros similares, insistiendo en las consecuencias que tuvo la masacre en el desarrollo del conflicto y como al conocerse, aumentó el divorcio entre las autoridades norteamericanas y su opinión pública. También aquí el testimonio de los participantes aporta una visión estremecedora.
La tetralogía del marine: drogas – putas – rock – racismo
Un serie de TV, Tour of Duty (1987, Camino al infierno) nos narra a través de 58 episodios y tres temporadas la vida de los soldados en el frente. Aparecen todos los problemas a los que debieron enfrentarse, de los que el Vietcong era solamente uno de ellos. Hay un tema que aparece en esta serie reiteradamente: los brotes de racismo multidireccionales. La política de JFK de lucha contra la segregación quizás hubiera dado algún resultado en la sociedad, pero no en el ejército en donde, por algún motivo, había más reclutas negros de los que correspondía a su porcentaje en la sociedad. Estos se quejaban de que los oficiales les enviaban a las misiones más peligrosas –algo de lo que da fe esta serie– y los oficiales los veían como indisciplinados, drogados y sin otra cosa en la cabeza más que sexo. El racismo se sitúa en el frontispicio de esta serie, pero otras lacras del ejército de los EEUU están dispersas en distintas cintas.
Streamers (1983, Desechos) de Robert Altman abunda en la misma temática: los chicos que debían ir a Vietnam no estaban preparados ni siquiera para dejar la escuela primaria. Les faltaba moral, les faltaba madurez y les faltaba valor, aunque les sobrase la testosterona propia de la edad. La película empieza en un campo de entrenamientos, pero los protagonistas prefieren el burdel a la pista americana, la melopea al entrenamiento y el racismo al esprit de corps. Para colmo, uno de ellos es gay.
La película de Sidney J. Furie The Boys in Company C (1978, Los chicos de la Compañía C), tiene un buen planteamiento inicial. Podía ser lo que fue El Cazador, pero se quedó a medio camino. Es 1968 y un grupo de jóvenes llega a Vietnam, el entrenamiento no ha logrado borrar todo lo que fueron en la vida civil. Llegan a un conflicto para el que no están preparados cuando apenas han dejado atrás los juegos de la adolescencia. Son frágiles, inestables, más pacifistas que guerreros, más rockeros que combatientes, están dispuestos a chutar al balón mucho más que a matar “charlys”. Los de la Compañía C eran la mayoría de chicos que fueron a parar a Vietnam. La película nos dice bastante sobre cómo fue aquella tropa.
La droga era algo habitual entre los marines. De hecho, algunas estadísticas sostenían que un tercio consumía habitualmente algún tipo de drogas y en algunas unidades esta proporción se duplicaba incluso. Los soldados afroamericanos (sobrerrepresentados entre las tropas en relación a su porcentaje real en la sociedad americana) eran los más permeables a la droga. La heroína era barata y el cannabis accesible y más barato aún. Dead Presidents (1995, Dinero para quemar) escenifica este problema y, por ello, vale la pena recomendarla, a pesar de tratarse de una película menor.
Quien dice guerra dice soldados y donde hay soldados hay prostitución, ladillas y purgaciones. Es inevitable. Los marines hacían un uso compulsivo de prostitutas vietnamitas. El tema aparece tangencialmente en varias películas, pero en Off Limits (1988, Saigón) de Christopher Crowe, es el centro de la trama. Un alto oficial enloquecido y siniestro (interpretado por Willen Dafoe) es objeto de una investigación por parte de dos policías militares. Han asesinado a varias prostitutas vietnamitas y todo apunta hacia el oficial. Drogas, racismo y prostitución formaban parte del tríptico de los marines en Vietnam. El cuarto elemento era la música: y más concretamente, el rock.
Con Good Morning, Vietnam (1987), podremos estar seguros de aprender algo sobre la música de los sesenta –lo cual no es poco– pero el mensaje del DJ Adrian Cronauer (Robin Williams) nos dirá todo lo necesario sobre la desintegración moral que generó aquella guerra en sus participantes. La música ayudó a muchos a sobrellevar aquel infierno incomprensible para ellos. Cronauer tiene la mala fortuna de enamorarse de una chica vietnamita cuyo hermano trabaja para el Vietcong. La trama es lo de menos porque lo que verdaderamente tiene interés en la película es la banda sonora: aquellos soldados se nutrieron de aquella misma música. La película nos muestra el ritmo de esa generación, aunque fuera el Vietcong quien terminara imponiendo el ritmo más peligroso.
Será la última gran película sobre la guerra de Vietnam, después de la cual el tema se banaliza, como más tarde ocurrirá con producciones insustanciales sobre la Guerra del Golfo y como antes había ocurrido sobre la Segunda Guerra Mundial. No olvidemos, por otra parte que lo que nos interesa es la “historia de la guerra de Vietnam”, no las “películas sobre la guerra de Vietnam”. Películas como First Blood (1982, Rambo, acorralado) o las distintas irrupciones de Chuck Norris como “coronel James Braddock” (con su trilogía de Desaparecido en combate) o de Steven Seagal en esta temática, pudieron entretener al púbico pero no aportaron nada nuevo ni relevante a la historia del conflicto.
Películas citadas para conocer la Guerra de Vietnam:
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