Mad Men

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Mad Men‘ es una serie que se toma las cosas con mucha calma. Demasiada, quizá. Tras tan solo dos temporadas en emisión la serie ya había sido encumbrada por los críticos norteamericanos a la categoría de mejor serie dramática para inmensas minorías. Parecía reunir todos los requisitos: guiones de calidad con unos personajes retratados de forma pausada pero precisa, con un envoltorio notablemente atractivo y una cuidada y glamurosa ambientación histórica. Era, y en gran medida sigue siendo, un caramelito para los críticos. Las inmensas minorías, en cambio, han ido reduciéndose a lo largo de las siguientes cinco temporadas de forma lenta pero inexorable, y a menos de un mes del estreno de lo que serán los últimos siete episodios de su séptima y última temporada se han quedado en minoría a secas. Muchos se han cansado de una serie en la que nunca parece pasar nada, o al menos nada nuevo: Beben. Fuman. Tienen reuniones en las que Don Draper saca a pasear su mojo y se lleva la cuenta y a la mujer que se ponga a tiro. Draper sufre. Peggy medra y sufre. Todos son muy elegantes.

Los espectadores que continuaron con ‘Mad Men‘ tras aquellas dos fulgurantes temporadas iniciales han asistido a la caída a cámara lenta del personaje de Don, y al mismo tiempo del interés suscitado por la serie. Como en los títulos de crédito que abren cada capítulo, hemos visto derrumbarse todo lo que le rodeaba y a él mismo. Primero fue su identidad, luego su(s) matrimonio(s), finalmente su trabajo. De la pérdida de los dos primeros, ambos una farsa, intentó reponerse como pudo, reinventarse. Al principio pareció irle bien porque lo de rehacerse a sí mismo era tan consustancial al personaje como el vaso de whisky en la mano. Nada parecía gustarle más que la sensación de empezar de cero, como con tanto acierto apuntó una de sus novias. En la sexta temporada, sin embargo, y tras una quinta temporada en la que la felicidad conyugal parecía haber convertido a nuestro otrora atormentado antihéroe en un tipo bobaliconamente feliz y simplón, la vena autodestructiva y el problema del alcoholismo se recrudecieron, abocándole al fin a una crisis en la que todavía sigue, reducido a ser la sombra de lo que fue. En la séptima temporada nos encontramos a un Don Draper cagado de miedo y que no las tiene todas consigo. ¿Conseguirá reponerse una vez más? ¿O acabaremos descubriendo que los créditos de inicio son menos metafóricos de lo que pensábamos?

Con el tiempo, una parte importante de la diversión de ver ‘Mad Men‘ para mí se ha desplazado a hablar de la serie, a analizar los capítulos desde distintas ópticas (para quien esté interesado en el vestuario, la web de Tom y Lorenzo le abrirá un mundo), a buscar referencias y visitar foros donde leer teorías locas sobre por dónde van a ir las tramas. Mi predicción favorita, que supongo que ya puede darse por descartada, era que la segunda esposa de Don moriría como Sharon Tate, porque en una escena el personaje llevaba la misma camiseta que la actriz en una sesión de fotos realizada poco antes de su asesinato. Pero hace tiempo que lo que les pase a los personajes no principales, con honrosas excepciones, me deja indiferente. Sin embargo, con Don es distinto. Con Peggy también, pero en menor medida: su futuro es menos impredecible y sabemos que estará bien. Con Don no se puede saber. Está roto, sin fachada tras la que esconderse. Es un guiñapo sollozante intentando aferrarse a lo que alguna vez le dio auténtico sentido a su vida, su trabajo como publicista y el amor de sus hijos, y esta es una lucha que sea cual sea el resultado no quiero perderme.

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