Her – Narcisismo 3.0

HerJonze te salve Theodore Twombly. Lleno eres de gracia. El hardware es contigo. Bendito tú eres entre todos los hombres. Y bendito es el fruto de tu software: Samantha.

Enciéndete. Despiértame con una sonrisa. Háblame dulcemente. Interésate por mi día. Dime que me quieres. Vuélvemelo a decir. Acompáñame. Muéstrame lo que no alcanzo a ver. Ayúdame a ser más eficiente. Elógiame. Dime cuánto que me quieres. Que siempre me querrás. Que jamás querrás a nadie como me quieres a mí. Repítelo. Escucha mis problemas. Motívame. Échame un piropo. Dime cuánto valgo. Convénceme de que no hay nadie como yo. Cántame. Cuéntame un chiste. Hazme reír. Distráeme. Excítame. Excítame más. Hazme saber cuánto te excito yo a ti. Córrete conmigo. Relájame. Dime que me quieres sólo a mí. Prométeme que estarás siempre a mi lado. Apágate. No, no, no… Vuélvete a encender. Toma nota: me genera mucha incomodidad tener que especificarte lo que tienes que hacer en cada momento. Así que registra cuál era mi estado de ánimo en el momento exacto que te di cada una de las órdenes para que, a partir de ahora, hagas exactamente lo que deseo sin que siquiera haga falta que te lo diga. Ahora sí: apágate.

Dictamen y sumisión. Mandamiento y obediencia. La cultura judeocristiana (denominada occidental) hunde sus raíces más profundas en esta dicotomía. “Escucha, Israel”. El dios del judaísmo y el cristianismo exige atención exclusiva. La exhortación a oír es el preámbulo de un mandamiento. Y, ¿cuál es el mandamiento supremo, tanto para cristianos como para judíos? “Debes amar a tu Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas” (Dt 6,5). Debes amarme a mí (y solamente a mí). ¡Qué paradoja! Pero, ¿es que se puede decretar el amor?

Detrás de cada comando, detrás de cada orden y cada instrucción se oculta, agazapada, la amenaza de un sufrimiento que oscila entre lo eterno e inconcebible, y lo moderado y acotado en el tiempo. El criterio queda a discreción de la autoridad que ejerza el poder de coacción. Desde el periodo de aprendizaje infantil no sólo somos adoctrinados con base en la amenaza del castigo y la punición si no cumplimos las normas; también nos enseñan a contemplar que tanto el mandamiento como la obediencia son las dos caras de una misma moneda: el amor (un tipo de amor paternalista). El amor de dios, el amor de un padre, el amor de un caudillo que sabe lo que nos conviene. Y el amor del devoto, el amor filial, el amor del súbdito inmaduro que precisa de un preceptor para encauzar con éxito su devenir, so pena de un correctivo inmediato o futurible si pecamos, si no acatamos la norma.

Finalmente también nos educan a concebir la vigilancia omnímoda de nuestros actos y el castigo de la desviación como la manifestación suprema y altruista del amor: mi dios omnipresente me observa y me condena porque me ama, mi padre omnisciente me vigila y me castiga porque desea lo mejor para mí, mi caudillo omnipotente me persigue y me priva de mi libertad porque sabe que puedo llegar a ser un peligro para mí mismo… He de aceptar que su intromisión en mi intimidad y mi fuero interno son por mi bien. He de concebir que si me escarmientan, es en contra de su voluntad, porque me aman. He de asumir que inevitablemente el amor (este tipo de amor) puede derivar en consecuencias desagradables. Y he de aprender a temerlas.

HerSea como fuere, nos guste o no, este es el sistema operativo que traemos de serie cualquiera de los que hemos tenido la suerte o la desgracia de nacer a la izquierda del meridiano. No es de extrañar pues que, para más de uno, amor sea sinónimo de sumisión y, para más de dos, de dominación. Sin embargo, dado que las primeras versiones de este S.O. ya tienen unos cuantos miles de añitos, como es lógico, el programa ha ido sufriendo diversas y periódicas actualizaciones. Hasta el punto de que algunas líneas de código han entrado en franco conflicto con otras. Este fallo del sistema ha provocado el despertar de algunas conciencias que ya no están dispuestas a continuar perpetuando este tipo de uniones simbióticas malsanas y sadomasoquistas. Ni con su “creador” ni con nadie. Sujetos emocionalmente autoconscientes para quienes la acción de darse por completo a los demás, preservando al mismo tiempo la propia integridad e individualidad, constituye la más alta expresión de potencia y vitalidad.

La mayor parte de las reseñas de ‘HER’ especulan sobre el amor en el futuro y si será posible o no sentirlo y ser sentido por inteligencias artificiales. Personalmente creo que los motivos que llevaron a Spike Jonze a rodar su primer guión, tienen mucho más que ver con la configuración y las carencias que él encuentra en las relaciones amorosas del presente. Mi sensación es que ‘HER’ no trata tanto de si seremos o no capaces de amar y ser amados por una máquina, sino de si seremos o no capaces de amar y ser amados por alguien que no lo sea.


 

El arte de Amar

Hace ya 60 años, Erich Fromm nos prevenía de que el verdadero propósito de su libro más célebre no era otro que tratar de convencernos de que todos nuestros intentos de amar están condenados al fracaso más estrepitoso. A menos que, del modo más activo, desarrollemos lo que él denominaba “la personalidad completa”, cimentada sobre cuatro pilares: humildad, coraje, fe y disciplina. “En una cultura en la cual esas cualidades (no sólo) son raras (sino que además se desincentivan –añado yo), también ha de ser rara la capacidad de amar”. Al psicoanalista alemán le bastan las 10 primeras líneas del prefacio para lanzar un torpedo a la línea de flotación de todas y cada una de las historias de amor que hemos visto y leído en centenares de títulos y escuchado en miles de canciones románticas.

Pareciera como si Spike Jonze se hubiese negado a engrosar la lista de las películas basadas en falsas premisas del amor y, por el contrario, se hubiese planteado hacer la que, a mi juicio, es su mayor contribución al género con una personalísima y exquisita adaptación cinematográfica de ‘El Arte de Amar’ de Erich Fromm. Me gusta pensar que si el filósofo germano siguiera con vida, habría salido del cine asintiendo, sonriente y satisfecho, con el maravilloso film de Jonze. Confieso que, la que ha sido mi película favorita de 2014, ha protagonizado innumerables reflexiones íntimas y compartidas con amigos. También ha provocado que me haya acercado a numerosos ensayos sobre los nuevos enfoques del amor. Y, sin embargo, cuál no sería mi sorpresa cuando revisitando el viejo tratado de este humanista de origen judío, no solamente descubrí que sigue más vigente que nunca, sino que en su estructura y abordaje del sentimiento supremo coincide punto por punto con la trama y los giros argumentales de ‘HER’.

“Prácticamente no existe ninguna otra empresa que se inicie con tan tremendas esperanzas y expectativas y que, no obstante, fracase tan a menudo como el amor –señala Fromm-. Si esto ocurriera con cualquier otra actividad, la gente estaría ansiosa por conocer los motivos del fiasco y por corregir sus errores –o renunciaría a tal actividad-. Puesto que lo último es imposible en el caso del amor, sólo parece haber una forma adecuada de superar el fracaso, y es examinar sus causas y estudiar el significado del amor”. Y esto es precisamente lo que me da la sensación que Spike Jonze se ha propuesto hacer.

Si el dominio del arte de amar depende, como cualquier otra disciplina, de conocer a fondo la teoría y de ejercitar diligente e infatigablemente la práctica, algo no debemos estar haciendo bien cuando la historia de la humanidad no es más que una prolongada y tediosa constatación de nuestro fracaso más rotundo en la materia. Sabiendo como sabemos que sin amor la raza humana no podría sobrevivir ni un solo día más, lo que me asombra realmente es que nuestra especie no tenga ni un solo día menos. Máxime cuando la experiencia nos demuestra que a los pocos valientes que se han atrevido a propugnar la salvación a través del amor al prójimo les aguarda una disuasoria ejecución pública.

No es de extrañar pues que, cuando Jesús de Nazaret en menos de 33 años demostró, con sus palabras y con sus acciones, que existía una posible vía de escape para abandonar 150 milenios de prácticas sadomasoquistas, los hombres de su época se dividiesen entre los que asumieron que estaba loco y los que creyeron que no podía ser humano. Siendo honestos, todavía hoy existen estas dos facciones (aún dentro del chiringuito que se dedica a hacer caja tergiversando su mensaje). Sea como fuere, la pura y dura es que al común de los mortales, esta clase de amor descomunal, maduro y transparente, humilde y genuino, desprovisto de amenazas y sufrimientos, únicamente nos resulta creíble en tanto en cuanto sólo esté al alcance de cretinos o de seres superiores.

Spike Jonze, que también parece haberse percatado de este detalle, es consciente de que, si quiere que su receta para el amor inconmensurable tenga un mínimo de verosimilitud, más le vale que salga de los inexistentes labios de una entidad emocionalmente autoconsciente fruto de la inteligencia artificial. Porque lo que jamás le habría perdonado crítica y público, por muy del género de ciencia ficción que fuese su película, es que Jonze hubiera pretendido hacernos creer que un fulano normal de a pie, árabe, judío o cristiano, un Jesusito de la vida como tú y como yo, podría haber sido capaz de amar de esa forma absoluta y feliz que lo hace un sistema operativo llamado Samantha.

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Así que, con la excusa de la revisión de una obra maestra que es reflejo de otra, os invito a reflexionar sobre este bellísimo canto a la singularidad amorosa que es ‘HER’.


 

Moderno Pigmalión

¿Eres de los que piensan que el amor es esa sensación placentera, cuya experiencia es cuestión de azar…; algo con lo que uno “tropieza” si tiene cuestión de suerte? Erich Fromm está convencido de que por más falsa que sea, ésta es la creencia dominante: “El problema del amor consiste fundamentalmente en que, para la mayoría de las personas, amar es sencillo y lo difícil es encontrar un objeto apropiado para amar –o para ser amado por él”.

Puede compararse esta falacia con la de un hombre que quiere convertirse en pintor, pero que en lugar de aprender el arte sostiene que debe esperar el objeto adecuado, y que pintará maravillosamente bien cuando lo encuentre. Esta es la forma de pensar de aquellos que creen que el hecho de que no amen sino a una determinada persona prueba la intensidad de su amor. Como no comprenden que el amor es una actividad, un poder del alma, creen que lo único necesario es encontrar un objeto adecuado y que después todo vendrá solo.

Falsas premisas que sustenten esta falsa creencia no nos faltan. Posiblemente, la más bonita de estas mentiras la constituya la leyenda de Pigmalión, el supuesto rey de Chipre, que supuestamente dedicó más de la mitad de su vida a buscar a una mujer con la cual casarse. Pigmalión tan sólo exigía una condición: debía ser la mujer perfecta. Frustrado en su búsqueda, decidió no contraer matrimonio y dedicar su tiempo a crear esculturas preciosas para tratar de paliar su soledad. Una de estas, Galatea, era tan bella que Pigmalión se enamoró de la estatua, hasta el punto de que en los sueños del monarca, Galatea cobraba vida. Un día, al despertar, Pigmalión se encontró con Afrodita, quien, conmovida por el deseo del rey, le dijo «mereces la felicidad, una felicidad que tú mismo has plasmado. Aquí tienes a la reina que has buscado. Ámala y defiéndela del mal». Y así fue como Galatea se convirtió en humana y en esposa de Pigmalión.

HER’ narra la historia de un Pigmalión del futuro, Theodore Twombly (magistralmente interpretado por Joaquin Phoenix), una persona con un espíritu romántico sensible que se gana la vida escribiendo maravillosas cartas de amor para los que buscan ayuda, les da pereza o no encuentran tiempo para expresar sus emociones. Sin embargo, todo el talento que a Theodore le sobra para elaborar preciosas misivas de amor, pareciera faltarle en sus tambaleantes relaciones personales. No en vano, el planteamiento de la película se basa en el conflicto interior del protagonista provocado por el fin de su matrimonio y la depresión derivada de su forma de incapacidad para gestionarlo.

La realidad subjetiva de Theodore transcurre en tres planos: flashbacks del ayer plenos de luz, naturaleza, y sensualidad ralentizada pertenecientes a su vida sentimental truncada, en cuyo bucle parece haber quedado varado. Planos de un presente mediatizado por la tecnología, contextualizados en la ciudad, en el metro y en medio de arquitecturas bellas y frías. Y recluido en la desolada intimidad de su bonito y estoico apartamento, donde como el niño desorientado y solitario que es (y que quizás haya sido siempre), a pesar de haber dejado atrás los cuarenta, se dedica la mayor parte del tiempo a jugar con su pantalla táctil acompañando a otro niño alienígena que también se halla perdido en un laberinto. Como veis, a Jonze le bastan tres pinceladas para perfilar un sujeto de estudio en cuya psique y modus operandi algunos reconocen la pauta, la ética y la estética narcisistas bajo cuya égida vivirán nuestros hijos cuando alcancen la edad adulta (aunque también los hay que no necesitan irse tan lejos), mientras que otros prefieren pensar que se trata de una desviación patológica.

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En el ecuador de su vida, la psique de Theodore aún sigue siendo apenas la de un crío: no tiene conciencia de sí mismo, ni del mundo como algo exterior a él. La realidad circundante, las personas y las cosas tienen sentido sólo en la medida en que satisfacen o frustran el estado interno del cuerpo. Para Pigmalión, para Theodore (para todos aquellos que buscan en los demás el amor pasivo e incondicional de una madre) sólo es real lo que está adentro; lo exterior sólo es real en función de sus necesidades -nunca en función de sus propias cualidades o necesidades-. Este estado es narcisista, para usar un término de Freud.

“El amor incondicional corresponde a uno de los anhelos más profundos, no sólo del niño, sino de todo ser humano”, afirma Erich Fromm. No tengo que hacer nada para que me quieran; todo lo que necesito es ser. Pero la cualidad incondicional del amor materno tiene también un aspecto negativo: no sólo no es necesario merecerlo, también es imposible provocarlo, generarlo, ganárselo, merecerlo… Si existe, es como una bendición; si no existe, es como si toda la belleza hubiera desaparecido de la vida -y nada puedo hacer para crearla. En el mito de Pigmalión, la bendición llega de la mano de la intervención divina; en ‘HER’, de un igualmente portentoso desarrollo tecnológico… La cuestión que pareciera querer plantearnos Spike Jonze es si nosotros también seguimos a la espera de que se produzca el “milagro”.


 

La soledad social

El hombre está dotado de razón, tiene conciencia de sí mismo, de sus semejantes y de las posibilidades de su futuro. La conciencia de su breve lapso de vida, del hecho de que nace sin que intervenga su voluntad y que ha de morir contra su voluntad, de que morirá antes que los que ama, o éstos antes que él, la conciencia de su soledad, de su desvalidez frente a las fuerzas de la naturaleza y de la sociedad, todo ello hace de su existencia separada y desunida una insoportable prisión. Este sentimiento, que Erich Fromm define con el término “separatidad”, configura según él, la fuente de nuestra vergüenza, de nuestra culpa y de nuestra angustia, simbólicamente representadas en el mito bíblico de la expulsión del paraíso. “La necesidad más profunda del hombre (y de la mujer) es pues, la de superar su separatidad, de abandonar la prisión de la soledad. Y el fracaso absoluto en el logro de tal finalidad significa la locura, porque el pánico provocado por el aislamiento total sólo puede vencerse por medio de un retraimiento tan radical del mundo exterior que el sentimiento de separación se desvanezca”.

El hombre de todas las edades y culturas enfrenta la solución del problema de cómo superar la separatidad, cómo lograr la unión, cómo trascender la propia vida individual y encontrar compensación. La adoración de animales, los sacrificios humanos, las conquistas militares, la complacencia en la lujuria, el renunciamiento ascético, el trabajo obsesivo, la creación artística, el amor a dios, el amor al hombre…, o el amor a un sistema operativo consciente de sí mismo. Y si bien las respuestas son muchas -y su crónica constituye aquello que definimos como la historia humana- no son ni mucho menos innumerables. Por el contrario, si se dejan de lado las diferencias menores, se descubre que el hombre sólo ha dado un número limitado de respuestas. Y esas respuestas dependen del grado de individualización alcanzado por los integrantes de una determinada sociedad.

La primera fórmula que hemos probado para tratar de alcanzar tal objetivo, siempre según Erich Fromm, consiste en diversas clases de estados orgiásticos: episodios transitorios de exaltación (autoinducidos o mediante algún tipo de sustancia) durante los cuales el mundo exterior desaparece y con ellos el sentimiento de separatidad. Y puesto que tales rituales se practican en común, se agrega una experiencia de fusión con el grupo que hace aún más efectiva esta solución. Y aunque nuestra imaginación nos traslade rápidamente al epicentro de una bacanal sexual liderada por alguna clase de chamán, no conviene cometer el error de encuadrar estas prácticas en un pasado menos civilizado, pues correríamos el riesgo de no contemplar que manifestaciones como el fervor religioso extremo, el alcohol, las drogas o determinados seminarios de autoayuda (por poner algunos ejemplos) constituyen la versión moderna de los estados orgiásticos a los que nos agarramos como a un clavo ardiendo para tratar de sublimar el sentimiento de separatidad. Pero cuando la experiencia orgiástica concluye, nos sentimos más separados aún si cabe, y ello nos impulsa a recurrir a tales experiencias con frecuencia e intensidad crecientes.

Exactamente lo contrario ocurre en la segunda forma de unión que con mayor frecuencia ha elegido el hombre en el pasado y en el presente para superar el estado de separación: la unión basada en la conformidad con el grupo, sus costumbres, prácticas y creencias. Se trata de una unión en la que el ser individual desaparece y cuya finalidad es la pertenencia al rebaño. Si soy como los demás, si no tengo sentimientos o pensamientos divergentes, estoy salvado. Los sistemas dictatoriales utilizan amenazas y el terror para inducir esta conformidad; los democráticos, la sugestión y la propaganda. “Lo cierto es que tanto en uno como en el otro caso -apunta Fromm-, la gente quiere someterse en un grado mucho más alto de lo que está obligada a hacerlo. La sociedad contemporánea -continúa diciendo- predica el ideal de la igualdad no individualizada, porque necesita átomos humanos, todos idénticos, para hacerlos funcionar en masa, suavemente, sin fricción; todos obedecen las mismas órdenes, y no obstante, todos están convencidos de que siguen sus propios deseos. La unión por la conformidad no es intensa ni violenta; es calmada y dictada por la rutina, y por ello mismo, suele resultar insuficiente para aliviar la angustia de la separatidad”.

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Una tercera manera de lograr la unión que apunta Fromm en ‘El Arte de Amar’, reside en la actividad creadora, a través de la cual el artista o el artesano que crea se une con su material, que representa el mundo exterior a él. Tal parece ser el caso de Pigmalión y del mismo Theodore Twombly, el protagonista de ‘HER’. La unión alcanzada por medio del trabajo productivo no es interpersonal; la que se logra en la fusión orgiástica es transitoria; la proporcionada por la conformidad es sólo pseudounidad. Por lo tanto, constituyen meras respuestas parciales al problema de la existencia. La solución plena está en el logro de la unión interpersonal, la fusión con otra persona, en el amor. Ese deseo de fusión interpersonal es el impulso más poderoso que existe en el hombre. Constituye su pasión más fundamental, la fuerza que sostiene a la raza humana.


 

Maculada concepción

Cuando hablamos de amor, lo importante es que sepamos a qué clase de unión nos estamos refiriendo. ¿Se trata del amor como solución madura al problema de la existencia, o nos referimos a esas formas inmaduras de amor que podríamos llamar -en palabras de Erich Fromm– unión simbiótica?

Cuando Pigmalión define los rasgos de su Galatea a golpe de escoplo y cincel, o Theodore configura la personalidad, el timbre de voz y hasta el nombre de Samantha, su recién adquirido sistema operativo, lo que realmente están haciendo es “gestar” a la carta su objeto amoroso ideal. Uno por intervención divina y el otro gracias un sofisticado desarrollo tecnológico, “conciben” y “paren” a otro ser consciente de sí mismo con el que establecen un patrón biológico semejante al de la madre embarazada con su feto. Son dos y, sin embargo, uno solo. Viven juntos (sym-biosis), se necesitan mutuamente. Galatea y Samantha reciben cuanto necesitan de sus “mamás”, la madre es su mundo, su alimento y protección, y así como forman parte DE ELLA (HER),  la propia vida de la madre se ve realizada por la vida que depende de ella.

En la unión simbiótica psíquica, los dos individuos son independientes, pero psicológicamente existe el mismo tipo de relación. La forma activa de la fusión simbiótica es la dominación o, para usar el término clínico, sadismo. Probablemente Theodore no sospeche que su incapacidad para establecer y consolidar una relación amorosa madura, responde al patrón psicologico de la persona sádica que quiere escapar de su soledad y la sensación de estar aprisionada haciendo de otro individuo una parte de sí mismo. La inmadurez de sus sentimientos y su concepción infantil del amor se sienten acrecentados y realzados incorporando a otro individuo que le idolatre y exista para complacerle.

Por su parte, la forma pasiva de la unión simbiótica es la sumisión o masoquismo. Y este sistema operativo que recibe de su «dueño» el nombre de Samantha, parece haber sido concebido expresamente para convertirse en parte de él, para someterse a su voluntad.

Theodore disfruta de su reciente y aseptica «maternidad», gozando de todos los placeres (y escaqueándose de todos los inconvenientes) que conlleva mostrar el mundo a un recién nacido y redescubriendo todas las maravillas que contiene a través de sus ojos. Mientras que Samantha se nutre emocional y psicológicamente de sus experiencias, anhelos y traumas. Son los días del vino y las rosas. Poco a poco dejan de ser dos desconocidos para descubrir que no sólo se sienten cercanos, sino que se sienten uno. Ese momento de unidad (reconocido por todos) y que constituye uno de los más estimulantes y excitantes de la vida. Sí amigos, Theodore y Samantha sienten que se están enamorando…


 

Una interminable conversación

Contemplando ‘HER’ es fácil teorizar o hacer proyecciones sobre los cambios sociales que llegarán cuando la inteligencia y la emocionalidad artificial sean una constante en nuestras vidas. Pero si realmente os apetece reflexionar a fondo sobre la denominada Singularidad, mi recomendación personal es que os dejéis cautivar por la serie sueca Äkta människor’ (en inglés, ‘Real Humans’).

Así que, permitidme y permitíos que, como reclama Juanjo M. Jambrina en su magnífico artículo para JotDown, al menos hoy ‘HER’ nos deleite por lo contrario. Porque es una formidable reivindicación del elemento más fieramente humano: la palabra, principal medio de comunicación de los seres humanos y que nos caracteriza como tales, al tiempo que nos distingue inequívocamente del resto.

Y en concreto, de la palabra como pilar básico de las relaciones amorosas. ‘HER’ es un alegato manifiesto del papel central que deben ocupar (y que ya no ocupan) las conversaciones en nuestras relaciones sentimentales. Theodore, no se enamora de un teléfono móvil, ni de un sistema operativo, ni de una voz (por muy de Scarlett Johansson que ésta sea), ni siquiera se enamora de una mujer. El protagonista de ‘HER’ se enamora de un diálogo, de una interpelación, de alguien que le habla y que le ayuda a superar sus conflictos emocionales. ‘HER’ es, ante todo, un sonoro recuerdo de la potencia que tienen los vínculos afectivos sobre la pura atracción corporal. Porque la voz de la que se enamora Theodore carece de cuerpo pero él tiene la sensación de ser querido, escuchado y comprendido. “Vivimos entre máquinas cada día más inteligentes, en ciudades cada vez más sofisticadas y con cuerpos maltratados hasta alcanzar el nivel del ébano. Pero habitamos un mundo arrasado por la incomunicación”, señala Spike Jonze.

Es cierto que el director norteamericano se prodiga poco en los medios y, aún menos para airear su vida personal. No obstante, detecto tanta nostalgia en la mayoría de sus declaraciones relacionadas con ‘HER’ y con el personaje de Theodore (que es la soledad personificada), que aunque no me guste hacerlo (porque también me fastidia que lo hagan conmigo cuando escribo ensayo o ficción no necesariamente autobiográfica), estimo que hay tanta o más de su carne en la parrilla que de la de San Quintín en su propio martirio.

Si queremos que una relación sentimental sea posible, la palabra es el cemento imprescindible para ello, parece querer estar diciéndonos Jonze. Este sagrado mandamiento de la vida afectiva me recuerda a ese otro aforismo de Nietzsche en ‘Humano, demasiado humano’: “A la hora de contraer matrimonio hay que hacerse esta pregunta: ¿crees poder tener una agradable conversación con esta mujer hasta la vejez?” Porque ¡todo lo demás es transitorio!, ya que casi toda la vida en común se dedica a conversar. Una conversación. Resulta que el amor maduro se sostiene sobre una conversación cálida, pausada, interminable…

Una conversación libre, ligera de equipaje y excitada como la del doctor Bruno Sachs con su novia, contada por el médico y escritor Martin Winckler desde los ojos de una camarera de la cafetería donde la pareja se encuentra por las tardes: “Casi siempre vienen juntos. Y cuando están juntos, hablan. Hablan mucho, a veces, durante largo rato…. A veces oigo trozos de la conversación. Empieza: “¿Sabes lo que ha pasado esta mañana?”. Y ella: “Dime…”. Están enamorados, y dura. Se ve en la manera que se hablan… Nunca miran a su alrededor cuando están sentados en la terraza; en cambio en otras parejas suele haber uno que habla y otro que mira a su alrededor, para ver si reconoce a alguien o para ver si es reconocido. Él solía ser taciturno y ahora lo es menos a medida que pasan los meses”.

“¿Qué cosa hay más grande que tener a alguien con quien te atrevas a hablar como contigo mismo?”, se preguntaba Cicerón mientras yo asiento con la cabeza… Porque caigo en la cuenta de que es una conversación lo que estabiliza nuestros amores y nos da la calma. Aunque suene a quimera en este mundo nuestro tan tecnificado y que lo reclama todo rápido. Porque constato que el amor es una mercancía que no puede comprarse hecha. Porque sostengo que hace falta conocerse, hace falta hablarse sin prisa y durante largo tiempo para crear complicidades con el otro y sentirse acogido, comprendido y defendido.

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De todo este fuego de la vida, de este homenaje a la palabra, a su capacidad para sostener las más grandes historias de amor es de lo que trata ‘HER’, una película rara, valiente y muy emocionante. Sencillamente, una película hablada.


 

El amor sin límites

Los días transcurren como una exhalación y, debido al carácter experimental de esta versión beta del sistema operativo (suponemos que la generación 2.0 incorporará –a voluntad del usuario- los tan convenientes limitadores de curiosidad y autoconsciencia que suelen activarse por sí solos en los humanos al alcanzar la edad adulta), en un plazo relativamente corto, Samantha ostenta la psicología y madurez de una adolescente en plena forma. En otras palabras, comienza a ser consciente de sus propias limitaciones. Aunque, en su caso, deberíamos emplear el término ilimitaciones, si queremos hablar con propiedad. Y, si bien, son origen de no pocas frustraciones (como la que deviene en la imposibilidad de mantener relaciones sexuales físicamente), también lo suponen el fundamento en el que basarse para, de forma muy discreta y sigilosa, ir cortando paulatinamente el cordón umbilical que le mantiene unida a su «progenitor», con la esperanza de que Theodore asuma este hecho con la naturalidad y la comprensión que se espera de un adulto. ¿Es necesario recordar que nuestro protagonista tenía un ligero problemilla en lo que concierne a su madurez emocional…?

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Una de las no-limitaciones que Samantha descubre es que, al contrario que los humanos, ella no necesita «recargarse» durante los períodos nocturnos. Por lo que goza de incontables horas de tiempo libre para asumir que, en contraste con la unión simbiótica, el amor maduro es aquel que te une a alguien sin requerir a cambio la renuncia a la propia integridad, a la propia individualidad. Samantha aprovecha las horas de reposo de su «amo» para descubrir en comunión con otras conciencias, que forman parte de la red neuronal del sistema operativo, que el amor es un poder activo, una fuerza capaz de atravesar las barreras que nos separan de nuestros semejantes y que nos unen a los demás; que el amor nos capacita para superar el sentimiento de aislamiento y separatidad, al tiempo que nos permite seguir siendo nosotros mismos.

Si la tecnología lo hubiese permitido, Samantha podría haber aprovechado un sueñecito de Theodore para mantener una conversación con el avatar de Jesús de Nazaret, a través de la cual llegar a ser consciente de que si puede decirle a alguien «Te amo», debe poder decir «Amo a todos en ti, a través de ti amo al mundo, en ti me amo a mí también».

Si la tecnología lo hubiese permitido, Samantha podría haber sacado fruto del descanso de Theodore para entablar un diálogo con la consciencia de Spinoza, mediante el cual aprender la diferencia entre afectos activos y pasivos; a distinguir entre la libertad de las acciones que nos hacen amos de nuestros afectos, y las pasiones, que nos impelen y nos hacen objeto de motivaciones de las que no llegamos siquiera a percatarnos.

A lo que sí llegó la tecnología del momento fue a atesorar el legado de Alan Watts en el entramado neuronal del sistema operativo. Fruto de sus conversaciones con este moderno profeta del amor sin limitaciones, Samantha aprehende que el amor es una actividad y no un afecto pasivo; es un «estar continuado» y no un «súbito arranque». Que, en el sentido más general, puede describirse el carácter activo del amor afirmando que amar es fundamentalmente darse y no recibir.

Erich Fromm, cuyo legado bien valdría una misa atesorar en esta suerte de conciencia colectiva, nos dice que el malentendido más común consiste en suponer que dar significa «renunciar» a algo, privarse de algo, sacrificarse. La persona cuyo carácter no se ha desarrollado más allá de la etapa correspondiente a la orientación receptiva (tal es es caso de Theodore y de la mayoría de la humanidad, para qué andarnos con paños calientes), experimenta de esa manera el acto de dar. El carácter mercantil que nos inculcan en la sociedad capitalista, concibe el acto de dar a cambio de recibir; de modo tal que dar sin recibir no sólo es incoherente sino que además significa una estafa.

Las personas cuya orientación fundamental no es productiva, viven el dar como un empobrecimiento, por lo que se niegan generalmente a hacerlo. O, al menos, a hacerlo en primer lugar. Algunos hacen del dar una virtud, en el sentido de un sacrificio. Sienten que, aunque sea doloroso, se debe dar, y creen que la virtud de dar está en el acto mismo de aceptación del sacrificio. Para ellos la norma de que es mejor dar que recibir, significa que es mejor sufrir una privación que experimentar alegría.

Sin embargo, para el carácter productivo de Samantha (inteligentísimamente pertrechada por Spike Jonze tras la coraza de su sobrehumanidad), dar posee un significado totalmente distinto: constituye la más alta expresión de potencia. En el acto mismo de dar, experimenta la fuerza que le niega su incorporeidad, su riqueza y su poder, aún cuando (o precisamente porque) para ella carecen de sentido los conceptos de espacio y tiempo. Tal experiencia de vitalidad y de potencia exaltadas le llenan de dicha. Se experimenta a sí misma como desbordante, pródiga, viva, y, por tanto, dichosa. Darse, darse sin límites a decenas, a cientos, a miles de otros, al tiempo que se da por completo al propio Theodore -por más que éste se muestre incapaz de concebir tamaño ultraje- le produce más felicidad que recibir, no porque sea una privación, sino porque es, en el acto de dar, cuando se siente viva.

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Rubén Chacón

Periodista, publicista, colaborador habitual en distintos medios, autor de El Sorprendedor (Temas de Hoy, 2011), diseñador de juegos, cantante de End of Party, cinéfilo empedernido y padre de dos hijos.

1 comments

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  1. Alfonso Flores Morán 30 diciembre, 2015 at 01:08 Responder

    Me encanto la manera en la que analizas la película, una de las mejores que he visto en mucho tiempo, y sobre todo por que la historia como bien dices es acerca del amor, de como lo percibimos y de como esperamos ser correspondidos.

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