A menudo, las películas incluyen entre sus créditos iniciales o finales la referencia a una obra literaria, habitualmente una novela, en la que dicen basarse. No preguntaremos a un guionista qué significa tal cosa, porque ejemplos abundantes hay de que no significa realmente nada, y que la inspiración que se obtiene de una novela puede dar lugar, sin que a nadie le den arcadas, a una historia completamente diversa, diferente, irreconocible. A veces varía su final; en otras ocasiones se suprimen o se mezclan personajes; en otros casos, el sentido y presentación de la historia misma se parecen tanto como una gota de agua a una piedra. ¿Por qué ocurren estas singulares variaciones? ¿No deberían en tales casos suprimirse las referencias descritas? Es posible… Mas no adelantemos acontecimientos ni demos respuestas audaces. Preguntémonos primero a nosotros mismos qué entendemos por literatura y qué entendemos por cine. Y en esa respuesta encontraremos, acaso, algunas claves. El objetivo: disfrutar del cine, y que no nos obliguen a levantarnos de la silla y abandonar la sala.
La literatura como arte
La literatura no es sólo prosa, claro está; ni la novela es lo más importante ni lo mejor de la literatura. En realidad, cuanto más se aleja el texto de la prosa convencional (entendiendo por tal la que hasta un niño podría escribir en una clase de lengua), más literario se vuelve. Ello no implica que sea ilegible ni que se impulse hacia espacios inenarrables. Significa que es capaz de sorprender, porque sólo lo que no es vulgar es único; y sólo lo único, deslumbrante. Si la literatura no fascina, no emociona, no impresiona, no choca… es otra cosa. ‘Los Miserables’ sorprende y pasma; ‘Guerra y Paz’ enamora y suspende; la ‘Ilíada’ admira y turba; las Coplas de Jorge Manrique impactan y enmudecen; los versos de Garcilaso seducen y agitan; las obras de Shakespeare emocionan e inspiran… Ello ha permitido que estas obras y otras sobrevivan al paso de la historia, vivas y accesibles, como tesoros más valiosos cuanto más años cumplen. Y ello ha movido a muchos directores a trasladarlas al cine. Alguna que otra película interesante ha salido de estas traslaciones, que habitualmente se denominan “adaptaciones”.
La literatura es retruécano, es artificio, es máscara, es hipérbole y extrañeza. Sale de un oscuro túnel rodeado de monstruos con una luz estrellada que duele a la vista y al mismo tiempo inunda el alma, y se convierte en un veneno dulce y adictivo que enseña, sopesa, relaja, con una energía incontenible, con un movimiento incesante, con un requiebro engañoso, tras el que sólo hay cartón piedra. Lo importante en la literatura está delante. Empieza y termina en sí misma. Se agarra de su propio cabello para salir del pozo. Es una ballena de atrezzo. Es una explosión de fuegos artificiales. Es una hermosa peluca, pero peluca al fin y al cabo.
La literatura es un club selecto, un reservado vip. Muchos llaman a su puerta, pero sólo unos pocos entran. Es una señorita de altos vuelos, una modelo muy cotizada: muchos la demandan, mas sólo a unos escogidos acude. Sin embargo, su nombre alienta y prestigia, y es por muchos malusada, atribuyéndose sus apellidos y origen, aunque no pueden aprehenderse su rostro y sus formas.
¿Podemos señalar a la literatura cuando la vemos? ¿Podemos identificar con el dedo sus manifestaciones, nombrar a sus hijos e hijas? Es tarea que supera nuestras fuerzas y entendimiento. Sin embargo, hay un criterio que nunca falla: el oído. Para los espíritus sensibles, una vez pronunciada una frase es perfectamente posible determinar si estamos ante la llamada vulgar de una avestruz en celo o ante el canto profético de una vidente. La poesía, y la literatura en general, son cómo el trueno: no se ven pero se oyen.
El cine como arte
El cine, en cambio, no necesita la palabra ni sus argucias y disfraces. Sí el sonido, pero no necesariamente la palabra. Se parece a la literatura en que lo que en ésta es natural, en aquél es accesorio. El cine no necesita esconderse tras la sorpresa para resultar un arte; por sí mismo es un arte de artes, precisamente porque lo que principalmente define al cine, en su condición artística, es la conjunción de un sin fin de bellos oficios: la luz y su capacidad emotiva, el sonido, la narración, la música (¡ay, si la vida pudiera compararse con el cine, la ausencia de música sería su principal carencia…!), el silencio y las miradas y las pausas teatrales, el filosofar con apócopes, las quimeras de la imaginación desbordadas en manifestaciones de irrealidades imposibles… El cine no necesita la mentira ni el disfraz. Puede vestirse de realismo y apabullar; si bien cuanto más fuegos artificiales usa, más cautivador se vuelve. No obstante, una historia es una historia, con su inicio, su desarrollo y su final; de modo que, encerrado en este esquema que no tiene excepciones, por más que las vanguardias pretendan imponérselas, en algún momento se ve forzado a recurrir, simple y llanamente, a los propios personajes, a su lengua, a sus conversaciones; y en un sentido más lato, a su propia historia individual.
Por tanto, contar una buena historia es siempre esencial para hacer buen cine. Faltos de inventiva, no obstante, o simplemente fascinados por las historias leídas de otros, los guionistas han recurrido en no pocas ocasiones a “basarse” en ellas para ofrecer la pulsión visual en que consiste toda emisión fílmica. Esta reducción a la mera historia puede llevarse hasta el extremo en el cine, sin que por ello pierda su cualidad artística; en ocasiones incluso la lleva a su culmen. El hiperrealismo fue una de sus manifestaciones. Pero en nuestro país podemos señalar igualmente el costumbrismo o la comedia ibérica de los años 60 y 70, como forma de naturalizar la ficción cinematográfica, reduciendo a la mínima expresión sus artificios y dejando tan sólo la historia y los personajes como sustento y divertimento de la sensibilidad. Hay mucho de la deuda con el teatro en esa corriente, y por eso no hacían falta efectos especiales, ni flashbacks, ni secuelas, ni precuelas, ni bucles oníricos. En esas películas, aun amables, no era necesario que Ned Stark perdiera la cabeza para mantener la atención del espectador.
Sin embargo, la literatura no es sólo la historia. Si fuera sólo la historia, nos acercaríamos a la crónica periodística; o a lo peor, al dictado escolar. Pero incluso un simple cuento infantil contiene algo de esa purpurina lingüística en que consiste realmente la literatura; porque es decir las cosas y contar la historia, pero de otra forma, con otras palabras. Romeo y Julieta, si hubieran existido, seguramente habrían sido dos ñoños insoportables; pero Shakespeare los convirtió en dos llamas ardientes de un amor que parecía ser capaz de vencer a la muerte y conmocionar al mundo. ¿Cómo lo hizo? Con los malabares de su lengua engañosa; con el dulce, el salado, el amargo y el ácido del torrente de su pluma, acudiendo a firmamentos sobrehumanos donde las palabras danzan el baile de la fascinación.
Pistas esquivas
Las grandes obras literarias (y otras no tan grandes) han sido y son llevadas a la gran pantalla, y lo serán. Adaptaciones. Incluso hay un premio de la Academia de Cine Estadounidense para el “mejor guión adaptado”; que quiere decir que éste parece más y mejor, sin dejar de ser cinematográfico, a la obra literaria en la que se basa (en espíritu y en forma). O eso dicen… No obstante, ¿qué es una buena adaptación?
En resumidas cuentas, adaptar significa modificar algo para que se ajuste o se parezca a otra cosa, molde, función o arte. Es decir, coger una novela, y darle las formas y códigos del cine. Esta variación puede ser más o menos extensa, pero lógicamente tiene un límite, un punto más allá del cual la cuerda, que estaba tensa, se rompe; más allá, las piezas del puzzle se separan y dejan de componer el mismo dibujo, la misma imagen. Dicho de otra forma, las historias son seres complejos: están formadas de muchos otros seres o tejidos menores que, revueltos y mezclados, le dan a aquél su naturaleza, aspecto, modo, tono, intensidad, vivacidad y categoría. Puede cambiarse su estructura y orden, mas sólo un poco; porque si se cambian demasiado, o si se producen ciertos arreglos rotundos, entonces el sujeto primero, mayor y global que componían deja de ser él mismo; es otro, no una adaptación, sino una novedad, una obra original y discordante. Si los cambios son muy pocos, la adaptación es insuficiente, está poco trabajada; y es muy probable que no funcione cinematográficamente (así, contar ‘El Quijote’ tal cual está escrito no sólo resultaría muy difícil de rodar, sino probablemente tedioso de ver). Si los cambios son muchísimos, la adaptación es excesiva, y disocia el núcleo de la historia que quería relatar; en ese caso, no hay ya adaptación, sino propiamente alteración. Aquí, propiamente hablando, la adaptación realiza un giro casi de 360 grados, pues queriendo el director o el guionista demostrar su gran capacidad para introducir en la obra literaria las variaciones necesarias para “mejorar” la historia, acaban por reducir la relación entre la obra original y el producto resultante a una mera “influencia”, dejando tal conexión de llamarse propiamente “adaptación”.
Pero si se toma la idea en sí, sin mencionar su denominación, su origen, su autor, entonces estamos ante un mero plagio. Nadie duda de que la adaptación merece y necesita una intervención activa del guionista cinematográfico y una referencia expresa a la obra original. Pues éste es uno de los males de que adolece cine de hoy: mientras que los malos escritores se afanan por plagiar a los mejores sin que se note, los malos directores se esfuerzan por producir, casi en masa, películas que giran en torno a los mismos temas una y otra vez. ¿Quién no ha visto una de esas tediosas películas vespertinas en las que hay un asesinato por venganza o quizás un tiburón que ataca a unos despreocupados bañistas? ¿Cuántas películas para televisión hay en las que un joven (o no tan joven) arqueólogo busca viejos tesoros perdidos? ¿Cuántas en las que una jovencita encuentra el amor? El plagio de ideas, tan común en el cine… Porque en el cine no se respeta la idea, precisamente porque no se valora la creatividad. ¿Se imaginan ustedes que a alguien se le ocurriese escribir hoy una versión moderna de ‘El Quijote’? Acaso haya algún incauto que tal haga, pero la obra se desprestigiaría sola; aunque estuviera bien escrita, la idea tendría una polémica acogida, sin duda.
Una buena adaptación es como la plastilina: sigue manteniendo su naturaleza aunque cambie de forma. Se reconoce porque el sentido general de la obra no ha cambiado; y porque no es preciso inventar nada nuevo para conservar este sentido, aunque personajes, relatos o argumentos menores hayan desaparecido. La obra no se rompe; y por tanto no es preciso suturarla. Pero a la vez hay un trabajo en la obra de cine; se ve la disparidad, se aprecia, es posible señalar la quirúrgica mano del guionista cercenando aquí, suturando allá, abriendo vías, modificando claves… Todo ese esfuerzo adaptador da como resultado una obra puramente cinematográfica, con los esquemas, el ritmo, los signos y el lenguaje del cine; pero deudor de una obra literaria, expresamente generatriz y crediticia, pero no esclavista sino materna. Hay deuda en la película, pero también libertad. Bebe de una fuente concreta, mas no se ahoga en ella.
Criterios de una buena adaptación
Entramos en la parte final de este estudio, la más osada, la más temida, la más temblorosa… ¿Enseñar a convertir una novela en una película? ¡No hay quien se atreva, y desde luego este servidor tampoco!
Sin embargo, hay que reconocer que esta tarea tan complicada no puede llevarse a cabo sin unos apoyos objetivos que, si bien moldeables y flexibles, pueden servir de orientación segura al que pretenda internarse en el peligroso pantano del guión adaptado. Por ello, aun a riesgo de pecar por exceso, iluminaremos brevemente algunos de esos apoyos.
En primer lugar, hay que respetar el “tema” de la obra literaria. Quizás esta sea la primera y principal obligación de todo buen cineasta. Si nos encontramos con el complicado empeño de adaptar ‘Moby Dick’, está claro cuál es la esencia de la historia que pretendemos contar: la búsqueda de la ballena blanca, mientras la locura del capitán Ahab crece y la maldición del Pequod se cumple inexorablemente. Si finalmente la película sólo tangencialmente hiciera referencia a este tema, no estaríamos, desde luego, ante la adaptación de ‘Moby Dick’, sino ante otro tipo de relación entre la película y la novela.
En segundo lugar, hay que respetar la visión que el autor tenía de su propia obra. Esto es difícil de interpretar en algunas novelas, representaciones o poemas, pero es obligación del guionista bucear en la mentalidad del escritor y sacar de ella sus confesiones expresas y también las tácitas, puesto que en muchas ocasiones el cine es el medio adecuado para dar forma visible a los pensamientos o sentimientos que las palabras no supieron transmitir. Así, se puede hacer una gran película con imágenes vivas y expresivas, conformes a la mente del autor. Pongamos por ejemplo una de las grandes obras de Shakespeare: si ignoramos la tremenda pericia y superabundancia de imágenes de ‘Romeo y Julieta’, y el cálido y tierno aprecio del dramaturgo por sus propios protagonistas, y el íntimo anhelo de mostrar al mundo un amor trágico y dulcemente inconsciente, no estaremos en disposición de adaptar este clásico; así, si echamos el picante de la socarronería, o hacemos hincapié en los elementos menos románticos y más morbosos, no estaríamos ante la inmortal representación del maestro inglés, sino ante la no menos brillante obra de Fernando de Rojas, ‘La Celestina’. En todo caso, no habríamos hecho una adaptación de ‘Romeo y Julieta’, sino una versión libre, mestiza, impura. Una mixtura que difícilmente daría buenos vástagos.
En tercer lugar, una buena adaptación sabe respetar en lo posible el lenguaje, las imágenes, las formas, los matices, de la obra original. Pongamos por caso una adaptación de la ‘Ilíada’: quizás no es necesario que hablen en griego, ni que los personajes declamen usando los esquemas rígidos de la poesía homérica; quizá tampoco deban ser tan solemnes y heroicos como el gran poema. Pero tampoco sería de recibo que los personajes balbucieran la jerga de los heroinómanos o se comunicaran en el dialecto tutsi de Ruanda. Una adaptación creíble ha de conservar ese aire épico de la obra original, y transmitir una remembranza lo más parecida posible, aunque se admitiese modernizada, de los protagonistas y su ambiente.
En cuarto lugar, algo del contenido y el mensaje de la obra original ha de perdurar en la adaptación. Si antes hemos hablado del continente, de la forma en que está expuesta la obra literaria, aquí hay que hacer referencia al contenido, a su significado, a su interioridad, a su sentido y mensaje interno. Si bien es cierto que una adaptación puede llevar a cabo un “lavado de cara” de la obra adaptada; y que incluso, para hacerla más inteligible a la mentalidad del público, puede conllevar la descontextualización, eliminación o traducción de algunos de sus mensajes, ello no ha de suponer, no obstante, la total variación de su significado, elemento que va muy en consonancia con la conservación de la intención del autor, que también se puede modular, pero que en todo caso es la motivación última de la existencia de la obra literaria. Querer convertir ‘Guerra y Paz’, de Tolstoi, en una exaltación del conflicto; o borrar de ‘Los Miserables’, de Víctor Hugo toda referencia a la fe cristiana, no sería sólo pervertir el mensaje que sus autores les dieron, sino “inadaptar” estas obras literarias, hacerlas incomprensibles en su mismo significado para el mundo de hoy. Tanto valdría hacer películas influidas por aquellas magnas novelas, pero sin ninguna pretensión de basarse en las mismas. Téngase en cuenta, además, que muchas personas sólo van a tener acceso a estos grandiosos textos, a lo largo de su vida, a través del cine. Por ello, sólo desde el respeto a sus sentidos últimos objetivos puede lograrse una adaptación honrosa; lo demás es una manipulación, una mentira, además de una tremenda falta de originalidad y creatividad cinematográfica.
Estos apoyos o criterios son lo suficientemente amplios e indeterminados como para dar cabida a versiones muy diferentes entre sí de los mismos referentes literarios. Mas al menos componen una especie de frontera o red exterior más allá de la cual la literatura y el cine pasan de ser el matrimonio perfecto a ser unos amantes ocasionales, apasionados pero al fin y al cabo totalmente desconocidos.