El reportero (1975): Los límites de la identidad

El cineasta italiano Michelangelo Antonioni inició a mediados de los años sesenta un largo periplo artístico y vital, que le alejaría de Italia durante más de una década, y en el  que tras recalar en Londres, y recorrer con su cámara lugares tan distantes como EEUU y China, le condujo como destino final hasta una pequeña localidad de Almería. Un lugar en el que alcanzaba los límites de su capacidad creativa, y en el que transcurre la última secuencia de El reportero (1975). Una película de carácter circular, que se inicia en la inmensidad de un desierto en el norte de África y que en sus minutos finales llega hasta los paisajes desérticos de Almería. Un fascinante recorrido en el que Antonioni lleva hasta sus últimas consecuencias su continua reflexión en torno a la identidad, la disociación de la realidad en diferentes planos -en continuo contraste con lo aparente-,  y el desconcierto existencial que exploró de distintas formas a lo largo de su filmografía.

Antonioni plantea de nuevo la disociación entre realidad y apariencia, deja en el aire varios interrogantes sobre el estado emocional que puede empujar a la persona hacia los límites de su identidad, y condensa los signos distintivos de su estilo visual en una de sus obras más complejas.

El reportero parte de una de las premisas más extremas respecto a los interrogantes en torno a la identidad: la posibilidad de asumir la vida de otra persona, y por tanto el destino que inexorablemente parece llevar aparejado. De esta forma, su protagonista David Locke –Jack Nicholson-, un prestigioso periodista especializado en conflictos internacionales, que se encuentra realizando un reportaje en algún lugar del norte de África, decide reemplazar la identidad de un hombre de negocios que conoce en su hotel, Robertson, con el que guarda cierto parecido, muerto de forma súbita. La primera secuencia de El reportero, una sucesión de planos sin apenas diálogos, muestra la ardua travesía del periodista a través de un desierto que parece ilimitado. Un paisaje cargado de ecos amenazantes, bajo un implacable calor, pero del que emana una cautivadora belleza. Antonioni rueda sucesivos planos panorámicos que se convierten en la prolongación de la mirada del periodista hacia el horizonte abierto. El hastío vital en el que se encuentra inmerso se concreta en un plano en el que alza sus brazos al cielo, tras la avería de su vehículo –un significativo gesto que se repetirá varias veces a lo largo del metraje-. Más adelante, varios flashback revelan la decepción profesional y el bloqueo sentimental que arrastra el reportero.

La intrigante decisión del periodista de suplantar la identidad de un desconocido, falsificar sus pasaportes y hacer creer a su entorno que ha muerto, podría sugerir en un principio un medio para conseguir un nuevo reportaje. Sin embargo, sucesivas claves indican que el camino emprendido por este personaje es una renuncia, una huída de sí mismo. Locke seguirá las citas marcadas en la agenda de Robertson –quien resulta ser un traficante de armas bajo su apariencia de hombre de negocios-, desplazándose por varias ciudades europeas. Tras su paso por Londres y Munich, llega a Barcelona, desde donde continúa su viaje en coche hacia el sur de España, acompañado por una joven estudiante de arquitectura –Maria Schneider-. El último tramo de El Reportero se convierte en una road movie, un relato que avanza bajo unas sugerentes imágenes a través de parajes progresivamente desérticos y vacios, reflejo de la transformación emocional del periodista a medida que avanza su desplazamiento físico.

El reportero se convierte en un fascinante viaje, trazado de hallazgos visuales, y supone de forma paralela para Antonioni el final de un largo periplo.

Antonioni logra con El reportero el equilibrio, tal vez no conseguido en otras de sus películas, entre un desarrollo argumental sólidamente trazado y su constante exploración estética. La intriga que genera la suplantación de identidad del periodista –la huida de su pasado se convierte al mismo tiempo en una persecución-,  se desarrolla mediante una extrema depuración técnica. En este sentido, destaca la maestría del cineasta en dos de las secuencias más relevantes del film. Locke rememora su primer encuentro con Robertson en el hotel del desierto africano mediante la continuidad de unos planos en los que el director juega con el diálogo entre ambos. Una conversación que en realidad se descubre está grabada por el periodista, pero que Antonioni transforma en imágenes mediante una magistral transición de tiempo y espacio. De forma similar, la célebre secuencia final de El reportero está rodada mediante un portentoso plano secuencia de unos seis minutos de duración. Un complicado desplazamiento de cámara que supuso un notable desafío técnico, y que deslumbra tanto por su estilismo visual, como por los interrogantes que genera fuera de plano y el inevitable desaliento final que desprenden sus imágenes.

El reportero se convierte en un fascinante viaje, trazado de hallazgos visuales, y supone de forma paralela para Antonioni el final de un largo periplo. A principios de los años sesenta realiza la denominada “Trilogía de la incomunicación” –La aventura (1960), La noche (1961) y El eclipse (1962)-, en la que explora una nueva concepción del lenguaje cinematográfico. El cineasta reflejaba la profunda crisis existencial del individuo ante la sociedad industrial, utilizando el silencio, los tiempos muertos y la simbología del entorno como reflejo del estado emocional de sus personajes. Culmina esta etapa con El Desierto rojo (1964), en la que experimenta por primera vez con el color, y que dejaba entrever algo del agotamiento de esta fórmula. A partir de entonces comienza un largo exilio artístico, recalando en primer lugar en Londres con Blow-Up (1966), icono de la estética de los años sesenta. La historia, inspirada vagamente en un relato de Cortázar, planteaba a partir del revelado de una fotografía, las múltiples interpretaciones de la realidad. A continuación sus horizontes se ampliaron, rodando en China el documental Chung Kuo-Cina (1972) y Zabriskie Point en EEUU (1970), film que antecede a El Reportero, en el que refleja los paisajes desérticos americanos que inspiraron a algunos cineastas europeos. Autores en tránsito que, al igual que Antonioni, dirigieron sobre ellos su mirada ajena.

El reportero parte de una de las premisas más extremas respecto a los interrogantes en torno a la identidad: la posibilidad de asumir la vida de otra persona, y por tanto el destino que inexorablemente parece llevar aparejado.

El Reportero culmina en cierta forma esta trayectoria errática de Antonioni, imprimiendo en la representación del individuo un carácter marcadamente existencialista. El periodista asume el acto extremo de suplantar la identidad de otra persona, y parece dejarse llevar bajo cierto automatismo, aceptando un destino que puede prever trágico. Un viaje hacia la nada y una liberación de su propia persona, tal y como revela el gesto de alzar los brazos al cielo, repetido en el funicular sobre el puerto de Barcelona, en el simula la ingravidez de estar volando, y que también realiza la joven que le acompaña en el coche, mirando hacia el camino que dejan atrás. En este sentido, llega a la plena aceptación de su nueva identidad cuando repite y hace suyas las palabras de Robertson ante la belleza del desierto. En el hotel en el que se encuentran, Robertson le señala el paisaje que se abre ante ellos: “Hermoso, ¿no le parece? Tan inmóvil, esta especie de espera”, a lo que el periodista responde lacónicamente estar más interesado en las personas que en el desierto. Preguntado por la joven en los minutos finales del film por la belleza del desierto almeriense, el periodista responde: “Sí, es hermoso”. Significativamente Robertson también le señala como “Muchas personas viven en el desierto”.

Estos elementos simbólicos se van repitiendo a lo largo del metraje, aciagas señales del trayecto hacia el destino incierto que ha elegido el periodista –la visita al cementerio en Munich, la iconografía de los retablos barrocos, la cruz blanca bajo la que un anciano les señala el camino-. El cineasta que mejor ha integrado la arquitectura en sus filmes plasma en su paso por Barcelona la obra de Gaudí –las imágenes en la terraza de La Pedrera son unas de las más emblemáticas de la película-. La belleza de estos edificios modernistas es también un símbolo de la burguesía –“Se construyó para un fabricante de terciopelo” recuerda la joven-. Antonioni, que había diseccionado la alta burguesía del norte de Italia en la “Trilogía de la incomunicación”, hace referencia de nuevo a los desequilibrios producidos por una sociedad industrial sobre el individuo. Finalmente, el director completa la estructura circular de la película, el periodista regresa a un paraje desértico, reflejo de su propio interior, tal vez el último lugar donde encontrar respuestas a su decisión extrema. Antonioni plantea de nuevo la disociación entre realidad y apariencia, deja en el aire varios interrogantes sobre el estado emocional que puede empujar a la persona hacia los límites de su identidad, y condensa los signos distintivos de su estilo visual en una de sus obras más complejas.

Calificación9
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