Ante el estreno inminente de la segunda temporada, se vuelve oportuno traer ahora a la memoria el primer empuje de The voids, web serie musical que refleja los dejes y maneras de una forma de hacer que emerge de unos jóvenes de hoy que, conscientes de las idas y venidas que constituyen nuestro tiempo, se sirven de cualquier medio y de ideas remezcladas cogidas de aquí y de allá para terminar haciendo de la nada un mínimo de algo. Es así como Fran Granada, partiendo de un icono ambiguo que da inicio a cada capítulo (una boca esperando su cigar, un beso o un pollón bien grande, no lo sé), construye un relato estructurado en cinco partes que precisamente habla de todo eso: de la autodestrucción, del amor y del sexo como fines que se vuelven medios para otra cosa. Pero, más que seguir a medio gas y desde la mímesis más llana los patrones preestablecidos, The voids parece pasar por todos ellos para ir más allá, sin quedarse. Es decir, que la serie de Fran Granada parece estar teñida por esa búsqueda del exceso, del revuelto y de la chanza que, erigida sobre el desfasaje de lo irónico, tizna de gracia y provoca la mueca.
En este sentido The voids, que se inicia con ese recurso de plasmar la definición que se deriva del propio título y que no es otra que la de “inútil, inservible, nulo”, hace presagiar en un principio esa especie de “oh, no, una de dos, o aquí tenemos a otro no maldito que quiere ser maldito habitando unos márgenes que ya son convención y remarcando una decadencia que solo es apariencia; o bien tenemos a otro verborréico del cuerpo del palo de John Waters, Nick Zedd o el divinísimo Eduardo Casanova de Pieles, desmantelando todo prejuicio incipiente en el avance del metraje con su ir en contra de la originalidad, dejando sus espacios y sus tiempos a unos personajes que habitan las zonas comunes de los marginados de calle: el travesti, la transexual, la puta, el homosexual víctima del SIDA, and so on. Y todo ello aceptando el curso dialéctico de la vida misma que rigen el humor y la pena, la comedia y el drama, para dilatarlos hasta un nivel en el que el carácter positivo del orden y las pautas de los géneros se invierte para convertirse en anarquía pura con regusto a queja amarga. Son, y por seguir girando sobre lo mismo, esos diálogos obscenos con sus chistes burdos y demás aderezos, así como el edulcorado roce de amores, desamores, sueño y realidad que culminan en un optimismo enlatado, los que terminan por hablar del disparar la ficción hasta sus límites por estar uno cansado de la permanente representación del siempre lo mismo, es decir, que terminan hablando de la parodia.
Y así, con sus mentiras y sus verdades y, por lo tanto, con sus juegos, The voids lleva por un camino ascendente pero arrítmico la vida de unos parias, de unos marginados que conviven con sus miserias, descartando unas y sosteniendo otras a ver si equilibran un poco el peso y así al menos flotan. Es tras un final de estos así como que muy bonicos en los que dices “ay, que lloro”, donde las letras de los créditos no resultan del todo vacías. Mis ojos buscan el nombre de esa puta, que resulta ser una Luna Gay que estará por conocer y que, supongo que de manera bien buscada, sintetiza la chulería y las chabacanadas más airada de Belén Esteban y el espíritu decadente de la que lo ha visto y tragado todo, dando como resultado una actuación que desprende ese aura de antiheroína que en su tocar fondo y en su penitencia dan golpes de luz a aquellos otros penitentes que se encuentra por el camino. Con todo ello, The voids, ignorada por un público sobreexpuesto a la imagen como el yonki a la heroína que necesita de la guía de la masa crítica para poder dirigir la mirada, vuelve esta semana para dar un segundo golpe sobre la mesa, a ver si esta vez alguien le hace un hueco.